Durante los sucesos de 1955 yo me desempeñaba como director general de CX 14 Radio El Espectador de Montevideo. Siguiendo una vieja tradición, Uruguay recibía entonces a los exiliados argentinos que huían de las iras del régimen peronista.

Entre estos repatriados uno podía encontrar personalidades muy calificadas, ilustres ciudadanos que escapaban de su propia patria. Me acuerdo, por ejemplo, de Alberto Gainza Paz, quien debió emigrar cuando La Prensa fue clausurada; de Agustín Rodríguez Araya, de Ernesto Sanmartino, de Samuel Halperín y de Américo Ghioldi. Y muy especialmente de Vicente Solano Lima porque convirtiéndose en vendedor de libros para ganarse la vida en el destierro, repetía de alguna manera la historia de su abuelo que fue también librero en Uruguay durante el exilio que le impuso la otra tiranía, la de Juan Manuel de Rosas.

Mi exilio particular dio comienzo el 1° de mayo de 1950. Se podría decir que en aquel momento ya el gobierno justicialista había repartido todo lo que le era posible y que se inauguraba la época de las restricciones.

El régimen iba siendo tomado rápidamente por un fascismo corporativista, heredero sin duda del mussolinismo, que tanto admiraba Perón, donde los derechos humanos y las libertades civiles eran ignorados por completo. Había torturas, desaparecidos y muertos, aunque hoy muchos no quieran reconocerlo. Es evidente que, a la luz de la brutal represión del Proceso, aquello queda absolutamente minimizado pero lo cierto es que en la década del cincuenta estos casos de barbarie pesaban enormemente en la opinión pública.

Por otra parte, los medios de comunicación sufrían la intolerncia del oficialismo. Las radios uruguayas no podían penetrar en territorio argentino y la carencia de información se hacía cada día más patética.

Este aislamiento del mundo se lo debemos a Raúl Alejandro Apold, un personaje siniestro que centralizaba en sí mismo toda la información: gracias a él la República se transformó en una isla. A tal punto se consideraba importante este tema en el seno de las fuerzas rebeldes, que uno de los objetivos eminentes de los revolucionarios consistió en la destrucción inmediata de ese mecanismo técnico por el cual se impedía la sintónia de las radios uruguayas.

Aunque el pueblo lo ignoraba, todas las emisoras se habían transformado en propiedad privada de Peron. Se las había organizado en tres cadenas y respondían a tres cabeceras. El Mundo, Radio Belgrano y Radio Splendid. Y por sus oficinas corrían largas listas negras que juzgaban quiénes podían trabajar y quiénes no podían trabajar.

El cine quedó reducido a la nimiedd, a lo superfluo, a la idiotez más rotunda. Todo por supuesto con la enia de las secretarías oficiales, esos gendarmes de la comunicación que decidían que películas convenía filmar y con que elenco. Algo parecido ocurría en el ámbito de la cultura, donde también privaban, la censura, el miedo y, sobre todo, la desesperanza.

Con este estado de cosas, recibimos la Revolución Libertadora con un gran alivio. Pero también aquel proceso resultó frustrante, puesto que debimos luchar intensamente antes de llamar a elecciones definitivas.

Dentro de la Libertadora convivían dos sectores: el democrático y el autoritario. Unos veían la revolución como un simple paso hacia el estado de derecho en el contexto de una sociedad moderna. Los otros sostenían la absurda necesidad de retrotraer la situación a 1943 como si en el país no hubiese pasado nada.

Si tuviera que volver a vivir estos sucesos, yo no apoyaría la idea de olpes al poder constitucional del peronismo, a pesar de todos sus graves defectos. Porque estoy convencido, aun cuando las masas se hallaban totalmente fanatizadas, que el próximo electorado decidía mayoritariamente en contra del régimen. Los civiles hemos hecho una larga experiencia y hoy estamos en condiciones de prescindir de ese juego dramático al que nos llamó siempre el partido militar. No, no quisiera haber participado en aquel derrocamiento del 55.

Sin embargo recuerdo el día vivavamente. Hacía cinco noches que no dormía, pendiente como estaba de los progresos del alzamiento y pegado a la teletipo de la Radio El Espectador. Y de pronto se produce el milagro, un cable que dice simplemente: “Ha caído Perón”. Entonces salgo corriendo de emoción y grito al aire la noticia”[1].


[1] Bonardo, Augusto. Bonardo: los exiliados. En La Razón. 8 de julio de 1985.