Cuatro observaciones preliminares: el pasado no es patrimonio de nadie, y no solo porque la evidencia práctica plurisecular así lo revela, en cualquier lado, sino porque no se ve como se podría argumentar que un grupo de mandarines tendría el derecho a aspirar a ejercer un monopolio sobre el mismo. Si así estuvieran las cosas, el campo de lo que podría definirse la historiografía del peronismo es ilimitado. Un recorte es pues necesario y estará vinculado al punto de vista elegido por el autor. En este caso,se ha optado por escoger a una serie de lecturas en base al criterio de la relevancia que ellas mismas o sus autores tuvieron y tienen todavía hoy ante miradas posteriores (ante todo la del que escribe). Ese criterio basado en el impacto inicial de un textoy en su perdurabilidad ha sido acompañado por la voluntad de tratar apenas unos pocos autores organizados en secuencia y en diálogo entre sí.Se admite que otras lecturas hubieran podido ser también incluidas, alternativamente.Indicaciones mucho más extensas pueden ser encontradas en otras entradas del diccionario, señaladamente en la titulada: “Editoriales y libros de una época conflictiva”, a la que se remite.

            La segunda observación es que la historiografía sobre el peronismo ha coincidido con los mismos avatares del peronismo, plenos de inesperados “giri di valzer”, y por ello si es el presente el que ilumina el pasado, los sucesivos presentes han condicionado mucho las cambiantes lecturas de un fenómeno político ya difícil de definir, incluso si hubiese permanecido como un movimiento residual luego de 1955.

            Desde luego las cambiantes lecturas, aún en un mismo autor, vinculadas también a los cambios de climas historiográficos, debían haber encontrado un contrapeso, en la acumulación de evidencia empírica en la que tanto colabora la erudición inocua, la crónica o la anticuaria. Sin embargo, debería notarse que las lecturas del peronismo en el período que se nos ha asignado (c. 1955-1970) preceden a la erudición, no la suceden. Así, el peronismo fue antes interpretado que investigado o, mejor, las lecturas que aquí veremos (con la solo parcial excepción de Gino Germani) derivaban de las percepciones de la propia experiencia de los actores durante el primer peronismo, de su colocación en un horizonte cultural y/o teórico,complementada por el empleo de fuentes derivadas, en general limitadas. Es evidente que ello devalúa uno de los dos criterios principales de diferenciación entre profesionales y amateurs, la investigación erudita y sistemática, aunque pueda mantenerse la otra (siempre débil en la Argentina por lo demás), que es el entrenamiento filológico. Todo queda bastante librado a lo que podría llamarse la intuición hermenéutica, y justificado o por el prestigio académico, o por la popularidad intelectual del autor o porque la misma coincide con lo que los lectores creen. Va notado, finalmente, que las lecturas académicas y las lecturas de prestigio, fuesen o no académicas, con pocas excepciones, fueron hegemonizadas por las miradas no peronistas o antiperonistas, lo que era producto claramente de la derrota de 1955, pero también de que el peronismo había hecho hasta entonces muy poco para capturar a las elites intelectuales, más allá de las que estaban disponibles por defecto, o sea los nacionalistas. Inversamente en el ámbito de la popularidad intelectual, las lecturas simpatéticas o properonistas iban a tener creciente popularidad en los ámbitos de los nuevos sectores medios urbanos.

            Dicho todo esto, se debe buscar un punto de inicio posterior a septiembre de 1955, aunque ya hubiese lecturas precedentes. Comencemos con Tulio Halperín Donghi que ya desde el momento inmediatamente sucesivo a la caída comenzó a lidiar con el peronismo. Lo hizo como se sabe en un artículo publicado en el conocido número de “Sur” de noviembre-diciembre de 1955, que albergó también otros textos que concitaron mayor atención y debate, a comenzar por el célebre de Jorge Luís Borges, “L’illusion comique” en el que, puede anotarse al margen, se inaugura una lectura del peronismo destinada a encontrar sucesores: aquella que se detiene en las dimensiones escenográficas y retóricas del peronismo, en “su carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes”. Ese artículo de Halperín, “La historiografía en la hora de la libertad”,  encuentra un complemento en el que en julio de 1956 publicaría en la revista “Contorno”: “Del fascismo al peronismo”. Los dos trabajos muestran la capacidad de Halperín para interactuar paralelamente con el núcleo de dos generaciones diferentes de intelectuales, que contenían a su vez tanto sociabilidades diferenciadas como orientaciones ideológicas divergentes.

            El primero de los dos trabajos “La historiografía…”, como su mismo título indica, no tiene como propósito central brindar una explicación del peronismo, sino analizar la historiografía del decenio en un contexto que lo antecedía y con una hipótesis acerca de lo que presumiblemente ocurriría luego. Enfrascado en una polémica menos con el revisionismo que con la Nueva Escuela Histórica, cuya figura más emblemática y la mayoría de sus seguidores no parecían tener nada que decir sobre todo lo que había pasado en el país, dejaba entrever en filigrana, sin embargo, una imagen del peronismo y su lugar en la historia argentina, o al menos en la cultura argentina. Pues bien, ese decenio era un decenio vacío, hecho de arcaísmo, provincialismo, “trabas absurdas y humillantes”. Así, en el terreno de la historiografía como en el de la cultura letrada toda, el peronismo no había traído nada sustancialmente nuevo, “ni para bien, ni para mal”. Es posible argumentar que esa mirada en “la hora de La Liberación”, término reiterado en el texto con mayúsculas, Halperín está bien cerca de considerar al peronismo como un paréntesis, de un modo cercano al que otras lecturas del fascismo y del nazismo (con los que implícitamente los compara el término “Liberación”). Interpretación que fue, como se sabe, la de Benedetto Croce (aunque solo puntual e instrumentalmente) para Italia y la de Friedrich Meinecke para Alemania.

            Bien más explícito, rico y problematizador es el artículo de Halperín en “Contorno”.  Sin embargo también en él emerge la idea de que, llegado Perón al poder por su habilidad táctica y por las falencias de las clases dirigentes argentinas precedentes, el hueco que estas habían dejado no podía ser llenado por el peronismo, ya que su jefe carecía de todo diseño para la Argentina. Mejor aún, sí poseía un modelo, el fascismo, pero el mismo no solo era difícilmente aplicable a las condiciones de la Argentina, sino que, cualquier intento de llevarlo a cabo naufragaba en la incompetencia de sus gestores. De ese modo, nuevamente esa década no solo no había implicado ninguna revolución, que además no estaba en los planes de su jefe, sino que era una década perdida, un fruto “amargo y estéril” cuya “perversidad era anulada por su ineficacia”.  Si esto había sido posible era porque, y en una lectura que parece curiosamente emparentable a la del Germani posterior (con otro vocabulario), ella reposaba en la adhesión de un vasto grupo social de reciente urbanización, que en su “infinita inocencia” creía ver colmadas sus necesidades inmediatas con lo que se les ofrecía. Y no podía ser de otra manera, según Halperín, para aquellos que habían pasado de la dura vida campesina a la “suciedad y promiscuidad” del arrabal fabril. Un grupo que exhibió y perduró en ese “talante de romería”, en ese “tono carnavalesco” que ya había exhibido el 17 de octubre.

            Algunas lecciones podían sacarse (para Halperín) de esa experiencia fracasada. Una era que la mera habilidad táctica sirve para durar pero no basta a la larga para sobrevivir; otra era que el peronismo había sido con todo alguna forma de revolución en el plano de la conciencia política pero no en lo económico y social; la tercera que, debiendo caracterizar de algún modo al peronismo, este había sido “la máxima dosis de fascismo posible” en la Argentina, suministrado en cuotas y con habilidad por el jefe del movimiento, que nunca había tenido otro plan en su cabeza por inadecuado que el mismo fuese para las condiciones de la Argentina, y aún para la supervivencia de su propio movimiento político. En cualquier caso, esa lectura no alteraba en lo sustancial su idea de que la experiencia peronista era algo cerrado en la Argentina, aunque otras nuevas tentativas fascistas de diferente signo si fuesen posibles en la desorientación de la segunda posguerra.

            Esa primera lectura del peronismo, de la que Halperín mismo iba a tomar distancia, al menos parcial, años más tarde, puede ser enmarcada en la euforia que inevitablemente surge entre los vencedores tras la caída de un régimen aborrecido. Caída que, a su vez, se juzga definitiva. En efecto, si se insistía en comparar al peronismo con los regímenes europeos, la experiencia que podía deducirse de su derrumbe, fuese el fascismo, el nazismo o la Francia de Vichy, era que ellos habían colapsado para no volver, por lo que era una conclusión no tan insensata, si se partía de la premisa de comparar al peronismo con esos regímenesy se omite un factor como la guerra. Por otra parte, esa comparación no podía ponerse en cuestión, ya que era una tradición en los ámbitos de sociabilidad a los que pertenecía Halperín, en los que el peronismo era ya el fascismo antes de ser el peronismo: es decir desde 1943 y 1945.

            Si así estaban las cosas, la revisión de lo que había sido el peronismo no podía derivar de los diez años de ejercicio del poder, ya que estos no habían servido para alterar en nada sino para confirmar lo que se sabía de él antes de su llegada al gobierno en 1946. Podía, en cambio, derivar de lo que ocurriría luego de su caída. En realidad, como se dijo. Halperínteníaun conocimiento del peronismo: era el que derivaba de haberlo vivido; experiencia agregaríamos inevitablemente condicionada por el lugar en el espacio social desde el cual miraba el problema y mediada por los mencionados ámbitos de sociabilidad. En cualquier caso, aquella doble comprobación abriría paulatinamente el camino a otras lecturas de Halperín que luego indagaremos. Antes de hacerlo nos detendremos en otros dos autores: Gino Germani y Ezequiel Martínez Estrada.

            Gino Germani, que siguió hasta cierto punto y por un trecho un itinerario inverso al de Halperín, tenía, en principio, algunas experiencias diferenciales con relación a aquellas personas y en aquellos ámbitos con las que compartiría buena parte de su trayectoria profesional luego de 1955. Una central, la otra episódica. La primera era que él había vivido bajo el fascismo italiano y luego bajo el peronismo. La segunda, que por circunstancias azarosas había estado el 17 de octubre envuelto en esa manifestación tan matricial en las imágenes que se formarían del peronismo y, según se ha afirmado, aprovechó la coincidencia para interrogar a algunos de los participantes en ella y difícilmente esas experiencias pasaran sin dejar rastros. El mismo lo reconoció en la introducción a su último libro: “Este libro, basado fundamentalmente en investigaciones recientes, se origina en esta experiencia de toda la vida” (y eso era haber vivido bajo el fascismo y bajo el peronismo). En cualquier caso, nunca sabremos en qué proporción se combinaron o se subordinaron a sus posteriores encuestas sociales, a sus heterogéneas lecturas teóricas, entre las que estaban además aquellas hechas en Italia, y a las creencias de aquellas sociabilidades de las que formaban parte. Con respecto a la primera de ellas, es difícil no argumentar que Germani estaba en una posición, si no más ventajosa, diferente a las de sus colegas.

            Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Germani dio tempranamente una nota disonante en torno a la estrecha relación entre fascismo y peronismo. Esa primera interpretación, una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores pero cuyo punto de partida parece haber sido la respuesta a una consulta que le formulara el General Aramburu y otros militares acerca de cómo hacer para desperonizar la Argentina, fue “La integración de las masas a la vida política y al totalitarismo”, publicada originalmente como folleto en 1956 (y sobre el que se han detenido Samuel Amaral y Silvia Sigal desde preguntas diferentes). Texto que sufrió un curioso destino al reaparecer y adquirir su verdadera difusión como uno de los capítulos de “Política y sociedad en una época de transición” en 1965. Esa diferencia entre momento de producción y de popularización y el contexto en que ello ocurrió llevó a leerlo a la luz de los otros trabajos que incluye el volumen y de las posiciones de Germani en ese segundo momento.

            Si no estamos errados, el trabajo de 1956 debe leerse, en cambio, en relación con los capítulos XIII y XVI del libro “Estructura social argentina” del año anterior (“Diferenciación de las actitudes políticas en función de la estructura ocupacional y de clases”). En nuestra perspectiva ambos constituyen una primera interpretación germaniana del peronismo diferente a la luego canónica que se desprende del libro de 1965 y más aún de la más explícita que emergerá en el artículo de 1973 sobre “Los migrantes internos”. Una primera visión que por lo demás hubiera sido mucho más congenial para los críticos “desde la izquierda” (y no solo) de Germani y de lo que se llamaba en forma aproximativa y polémica su “estructural-funcionalismo”. Sin embargo, es bueno recordar también que en ese artículo Germani no habla de los obreros y el peronismo sino de algo bastante diferente: las “clases populares” y el peronismo.

        

    En el último capítulo del libro de 1955, publicado en el marco las limitaciones que imponía el peronismo, Germani realiza un análisis pionero de la correlación entre posición en la estructura ocupacional y orientaciones políticas, medidas desde los resultados electorales, para la Capital Federal. El trabajo presenta una constatación empírica fuerte y que pocos discutirían: la correlación positiva que el método ecológico revela para las elecciones de 1946 y 1948 entre obreros (industriales o del sector público) y el peronismo y la negativa hacia empleados (públicos o privados) y profesionales. Tendencias que se invierten especularmente para el caso de la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista. Ninguna caracterización hay en ese trabajo acerca del carácter “moderno” o tradicional” del comportamiento de los obreros o de los otros grupos, simplemente se trata de una constatación. Asimismo, si se mira otro capítulo del libro, el XIII, en cambio, lo que se nota es que al desagregar entre ocupaciones en la estructura social argentina, desagregación que reposa sobre una dicotomía mayor: “clases medias” y “clases populares”. Aunque Germani no lo afirme, puede percibirse que el porcentaje de estas dos últimas sumadas parece bastante más cercano al porcentaje de votos del peronismo que el de los obreros (19,7%).

            Pues bien, esa es la base de la argumentación de Germani en 1956 para discriminar entre el peronismo y el fascismo o el nazismo, aunque englobándolos a todos bajo la etiqueta de “totalitarismos”. Sea entonces por la evidencia empírica recogida, o por las experiencias vividas por Germani, lo cierto es que, desde la perspectiva por él elegida, aquellas diferentes orientaciones de las clases son el mayor diferenciador entre el nazismo, el fascismo y el peronismo. Desde allí Germani proseguía ampliando las diferencias -aunque admitiese también acercamientos en el plano de lo que llamaba elementos “psico-sociales”: ejemplo, la relación entre el líder y las masas que eran comunes a los totalitarismos.

            Por otra parte, aunque hubiese “demagogía”, insistía Germani,  la adhesión de las masas obreras al peronismo no podía considerarse resultado de ello (lo que llama el “plato de lentejas”) y por lo demás, la libertad que habrían perdido era una que nunca habían tenido. Por el contrario, esa adhesión era el resultado de que de los tres requerimientos objetivables de estos -la transformación de la estructura económica social, la integración a la vida nacional y el reconocimiento de su poder en ella y la preservación de sus derechos individuales en el campo laboral- el peronismo había satisfecho los dos últimos. Por ello, si se trataba de hablar de racionalidad o irracionalidad en el comportamiento de las clases populares, este había sido mucho menos irracional que el de las clases medias europeas en su adhesión al nazismo y al fascismo. Y aunque Germani no pronuncia la palabra “racionalidad” para definir el comportamiento de las clases populares, está muy cerca de hacerlo. Empero hay más. En el artículo de 1956 Germani no alude a las orientaciones normativas de los actores sociales, o a la diferencia entre obreros viejos o nuevos (apenas se señala, en modo general, lo reciente del proceso de urbanización e industrialización en la Argentina, pero sin sacar conclusiones explícitas de ello) y tampoco de migrantes internos vs. migrantes europeos, que tan característicos serían en otros trabajos del libro de 1965. Las “masas en disponibilidad” (Aron) son, en la perspectiva de este artículo, un problema más general de la “crisis general de nuestro tiempo”, de la anomia creciente producto de “las tensiones psíquicas a que está sometido el hombre contemporáneo”, una crisis que en el plano político produce una tensión o desajuste en las sociedades democráticas. Si ese es el diagnóstico, Germani es también menos optimista que sus contemporáneos argentinos acerca de las soluciones para el futuro del país. No bastará la educación, las libertades o la democracia para resolverla, si no se les ofrece “a la acción política de esas masas un cambio de posibilidades que les permitan alcanzar sus objetivos ‘reales’ (objetivos que a pesar de todo habían percibido sin excesiva deformación)”.

            Es difícil explicar el cambio de perspectiva de Germani en los trabajos sucesivos. Ello ya es bien perceptible en el artículo de 1957 (“El autoritarismo y las clases populares”), que introduce entre otras cosas una aguda reflexión sobre la importancia del momento en que se produce el ingreso a la industrialización de las masas rurales; y mucho más en el de 1961 (“La transición hacia un régimen político de participación total en la Argentina”), en el cual, la ahora linealidad optimista que cree poder esquematizar en el desarrollo histórico argentino y general, a partir de una serie de etapas sucesivas en el sentido del progreso, va acompañada de una devaluación del rol del peronismo destinado a representar, como en el caso de las clases medias europeas que antes había descripto, podría añadirse, solo un “Ersazt” de participación política. Desde luego que los cambios no son totales. Germani sigue sosteniendo la diferencia entre el peronismo y el fascismo “clásico” (alemán e italiano), y se orienta a definirlo ahora en términos de movimiento “nacional-popular”.

            A su vez, el importante trabajo de 1961, “La inmigración masiva y su papel en la modernización del país” (y que como los dos primeros se incluye en el libro de 1965 antes citado), el círculo se cierra. Germani cree al fin haber encontrado la clave para explicar el peronismo: ella se basa en la coexistencia de dos sociedades en la misma Argentina (una tradicional, el interior, y otra moderna, el litoral), cuyas diferencias se hallan en los dos tipos humanos diferentes que predominan en ella. Los inmigrantes europeos y sus descendientes en la segunda, los nativos en la primera. Un esquema bien alberdiano, aunque Germani no sea un consecuente seguidor en todos los puntos del esquema. Germani no ignora en este artículo, como le iba a ser reprochado para el trabajo de 1973 sobre los migrantes internos, que los inmigrantes europeos procedían de un contexto también muy tradicional: solamente cree que esos inmigrantes estaban dotados de hábitos diferentes hacia el trabajo, hacia el ahorro, hacia el ascenso social con relación a los nativos.

            Del mismo 1956 es la nueva edición del clásico de José Luís Romero “Las ideas políticas”, en el que se agrega un nuevo capítulo (“La línea del fascismo”) que presenta en otro registro una imagen claramente diferente de la sostenida por Germani. Allí el peronismo es demagogia, radio y tipo de voces incluidas, manipulación, proletariado y lumpenproletariado y, desde luego, fascismo o mejor nazifascismo (aunque estos sean vistos a la vez como movimientos revolucionarios y reaccionarios). Desde luego que en la perspectiva de Romero hay también otras cosas, y una a destacar es que a diferencia de Halperin o Germani, en una perspectiva historicista, considera necesario buscar las raíces del peronismo antes del peronismo, en los años treinta pero también, aunque no explícitamente, en una de las dos líneas históricas pluriseculares.

            Antes de proseguir sería tal vez útil hacer un pequeño balance en torno a esas primeras lecturas del peronismo y la cuestión de las relaciones con el fascismo. Balance que no busca fallar en torno a una interpretación que ha sido persistente, a menudo confinada al ámbito privado, cuando los climas generales del país la hacían políticamente incorrecta, en otros más favorables, de manera explícita. Las observaciones remiten ante todo a cuatro problemas de la comparación (sea que se acerque al peronismo al fascismo, sea que se lo aleje). El primero, muy general, el que deriva del bien conocido y desde luego discutible enfoque historicista, y que caracteriza la práctica de tantos historiadores, reacios a las comparaciones en la creencia de que la historia es individualizadora y que cada caso (nacional) va explicado desde sí mismo. La segunda es que en todos los casos referidos al tema que nos ocupa, se ha tratado de comparaciones asimétricas. Es decir comparaciones que reposaban sobre un conocimiento muy desigual de los dos casos a comparar. Ello podía bien llevar no a la operación convencional de derivar el peronismo del fascismo sino incluso a la opuesta: proyectar en el fascismo lo que se conocía sobre el peronismo (así parece ocurrir por ejemplo en el magnífico libro de José Luís Romero sobre “El ciclo de la revolución contemporánea”, o al menos su lectura de los fascismos se parece bastante al movilizado peronismo). La tercera es que las historiografías del peronismo y del fascismo fueron cambiando con los años y en muchos casos la comparación, realizada en base a fuentes secundarias, se sostenía sobre imágenes algo arcaicas del otro término de comparación. La cuarta fue formulada con argucia por Jurgen Kocka: elige el caso a comparar y tendrás la respuesta, es decir inevitablemente se producirá una jerarquización de las variables a considerar. Por último debería observarse algo que está implícito en la comparación con ese régimen o con otros europeos, que es la comparación entre la Argentina con Europa y no con otras realidades latinoamericanos. ¿Pero tenía que ver la Argentina tanto con los países avanzados como sus elites y no solo ellas imaginaban? Y nuevamente aquí a Germani le corresponde un rol importante y poco reconocido, en tratar de reorientar la comparación del peronismo con otros movimientos de signo semejante en América Latina, en especial el varguismo.

            Antes de proseguir nos detendremos en una tercera reflexión sobre el peronismo contemporánea de las del primer Germani y el primer Halperín. Es la que formuló Ezequiel Martínez Estrada en 1956, en un libro de tonos apocalípticos: “Que es esto. Catilinaria”. Puede parecer (y tal vez lo sea) extemporáneo incluir en una revisión de lecturas académicas la obra de un ensayista, aunque sea uno tan relevante. De Martínez Estrada, figura incómoda del mundo intelectual argentino, se han dado los juicios más dispares. Germani sostuvo que lo había leído atentamente y nada de interés había encontrado en sus páginas. Fernand Braudel, en cambio, señaló que si se quería entender la Argentina había que leer ante todo a Martínez Estrada. Lo cierto es que ese libro generó numerosas discusiones y críticas cuando fue publicado, tanto por parte de los simpatizantes como de los adversarios del peronismo.

            El libro constituía una severa requisitoria contra el régimen caído y contra sus dos figuras principales (y en muchos pasajes incluso dice abiertamente aquello que otros tantos pensaban acerca de Perón y su esposa pero se cuidaban de expresar tan directamente). Esa requisitoria incluía todos los tópicos de la literatura académica y no académica, desde la demagogia teatral a la comparación con el nazismo y el fascismo (aunque el modelo que le parecía más semejante era el de Juan Manuel de Rosas) y hasta la idea de que el peronismo, que expresaba “una formas soez del alma del arrabal”,  había recogió los desechos de los “resentidos” de todas las clases sociales: “la rebaba de la civilización”, que no se encontraba solo entre los obreros sino también “en las ciencias, en las artes, en las letras” (“la chusma intelectual”). El peronismo a su vez revelaba una Argentina que muchos no habían visto en el contexto de los que era menos un conflicto entre clases que otro espacial, entre el centro y el suburbio.

            Si solo esto tuviese el libro no sería necesario detenerse en él. Lo que lo hace interesante es que la requisitoria de Martínez Estrada se extiende a la Argentina toda, no solo en el sentido de que era ella la que había hecho en el fondo posible un fenómeno como el peronismo sino de que, con pocas excepciones, mucho de los males generales (la “barbarie”) estaban también entre los antiperonistas. Era afirmaciones como que “quien conozca nuestra literatura además que la de otros países, nuestro periodismo y el extranjero, nuestras ciencias y las artes, comprenderá con evidencia inequívoca que quiero significar al decir una cultura bárbara”. Era esa descarnada imagen de la Argentina, que reposaba en el extremo pesimismo de Martínez Estrada, que por lo demás abrevaba en una más larga meditación decadentista entre los intelectuales argentinos, la que irritó tanto a los intelectuales antiperonistas. En cualquier caso, el autor formulaba una pregunta inquietante que iba a reaparecer en forma intermitente luego y que hace interesante su texto: ¿y si el problema no hubiese sido el peronismo (epifenómeno diríamos), sino la Argentina?

            Sea de ello lo que fuere, el libro postulaba también otras cosas. Una era que el peronismo efectivamente había sido una revolución que había cambiado a la Argentina, en el sentido de que ya no solo sería imposible volver a la Argentina precedente sino que ahora, como “secta clandestina”, los peronistas parecían destinados a sobrevivir. Y más aún ante lo que Martínez Estrada juzgaba desaciertos y limitaciones de los “ineptos” que lo habían sucedido. Así, a  un país de “gangsters” y de “cuatreros” había sucedió otro de “liliputienses”. Y en ese contexto no sería de extrañar, colegía, que hasta Perón volviese y que, si no lo lograba y permaneciese definitivamente desterrado, de todos modos “derrote y haga desdichado al país”. En conjunto, una mirada que si podía deber mucho a cuestiones idiosincráticas y al itinerario intelectual del autor, también podría relacionarse con el lugar excéntrico desde el cual era enunciada: la lejana Bahía Blanca.   

            Las aguas habían corrido mucho entre 1956 y 1960, cuando Halperín Donghi escribe para la revista “Sur” una breve historia de treinta años de la historia argentina (1930-1960) que será el cañamazo sobre el que reposaran dos trabajos sucesivos, “Argentina en el callejón” (1963) y el libro “La democracia de masas” (1972). Vistos los tres en su conjunto, pueden representar el tránsito hacia una nueva lectura de Halperín sobre el peronismo, más allá de algunas diferencias entre ellos –lo que difícilmente pudiese ser de otro modo, visto los otros cambios nada menores en la política argentina entre 1960 y 1972. Todas esas mudanzas del clima político y del lugar del peronismo, aunque no serán indagadas aquí, ya que se presuponen bien conocidos por el lector, no cesarán de estar, en nuestra perspectiva, en el trasfondo de las nuevas interpretaciones historiográficas.

            El texto de 1960 se beneficia, en primer lugar, del marco cronológico escogido por la revista, en tanto el mismo radica al peronismo en una historia más larga, ritmada ahora por dos procesos que enmarcan a época: las nuevas condiciones que impone la economía internacional a la Argentina post 1930 y la crisis política abierta concomitantemente, que obliga a las sucesivas elites políticas tanto como a las diferentes clases sociales a buscar con dificultades un nuevo equilibrio. En ese marco, la lectura del peronismo que el texto propone presenta novedades tanto como continuidades con el anterior de 1956. Entre las primeras, la observación al pasar de lo que luego será un punto fuerte de su mirada: que en algunas dimensiones, como el carácter subalterno del peronismo hacia su jefe y hacia el estado, este mostraba la perdurabilidad de “rasgos muy antiguos y duraderos de nuestra vida política”. Otra, que Perón y el peronismo sí tenían una política, aunque la llevasen a cabo de un modo poco competente y escasamente previsor. La tercera, que el fascismo ha dejado de ocupar el centro de la escena, aunque conserve su lugar aquí y allá en el texto, en un régimen definido ahora como un proceso orientado a establecer una “semi-dictadura”.

            Entre las continuidades estaba la idea de que todo era en esa década más farsesco que serio u otras notas de color acerca de ese “Calígula bonachón” en que se habría convertido Perón en un “nuevo verano de su vida erótico-sentimental”. Observaciones que, de todos modos, pueden enmarcarse en el tono irónico que permea todo el texto (véanse los retratos de Ricardo Balbín y Álvaro Alsogaray). Ligeramente diferente es la mirada de Halperín sobre el momento posterior a la caída. Aquí la admisión de la perdurabilidad del peronismo, tanto como del fracaso de cualquier intento de restauración del orden anterior, es acompañada por una minimización relativa de su capacidad de influencia, sea por ejemplo en el terreno sindical, en el de la “resistencia”, para él más aparatosa que efectiva, o en el de la misma capacidad y claridad política de Perón desde el exilio. Incluso el “recuento globular” de 1957 o el de 1960 no parece que fuesen para Halperín suficientes para considerar al peronismo como “arbitro” en la política argentina y el papel desempeñado en la elección de Frondizi es apenas aludido. Mucho más peso tienen, a los ojos de Halperín, otros factores, a comenzar por la hostilidad de las Fuerzas Armadas y del bloque vencedor en septiembre de 1955.

            En el magistral artículo “La Argentina en el callejón”, escrito tres años más tarde para completar la crónica del período, Halperín logra dar inteligibilidad a ese confuso periodo que va desde el fin del frondicismo, hasta la victoria de Illia. Para lograrlo combina con suma eficacia el cuadro internacional, las dimensiones económicas y las estrategias políticas de los diferentes actores, individuales o colectivos. En el cuadro resultante el problema del peronismo no ocupa un lugar decisivo sino el de uno más entre otros. No se deben a él ni al líder exiliado (apenas aludido al pasar y sin entusiasmo acerca de sus posibles virtudes en la coyuntura) los problemas argentinos sino al complejo desfasaje entre expectativas y posibilidades reales, entre el recuerdo mitificado del pasado y las duras realidades presentes. La Argentina está efectivamente en el callejón, pero ello no deriva de la cuestión peronista sino de un proceso más complejo acerca de cuyo desenlace Halperín no abriga esperanzas. Y ese sereno pesimismo en un momento (la victoria de Illia) que parecía invitar, aunque fuese fugazmente, para otra cosa exhibe la previsora lucidez de este.

            Finalmente, del libro de 1972, que escapa al cuadro cronológico elegido,se indicará apenas que se diferencia de los dos anteriores en primer lugar en el estilo retórico: de la ironía se ha pasado a la tragedia, en concomitancia con la sombría situación de la Argentina para todos aquellos que no habían decidido sumar sus entusiasmos y sus esfuerzos a la algarabía desmesurada de los que celebraban el nuevo curso de las cosas en las que el peronismos, contra su previsión precedente sí parecía destinado a jugar un papel decisivo. Emergía entonces una cuestión central de la crisis argentina: qué hacer con el peronismo, lugar que también le concede José Luís Romero en el nuevo capítulo de “Las ideas políticas”, cuyo feliz título da clara cuenta del problema: “la búsqueda de una fórmula supletoria”.

            Por importantes que fueran las figuras de Halperín y de Romero y su prestigio académico, el mundo intelectual y el clima político habían cambiado mucho ya en el tránsito entre los años sesenta y setenta como para que aquellos trabajos estuviesen en el centro de la atención y del debate. Por lo demás, en 1965, Germani se había trasladado de la Universidad de Buenos Aires a Harvard, José Luís Romero se había jubilado en el mismo año y Halperín pronto luego iniciaría el periplo internacional al que lo obligó la llamada “Revolución Argentina”. Una nueva generación está entonces en el centro de la escena y en ella la cuestión del peronismo domina las preocupaciones por el dilema argentino y lo domina mucho más, a la vez, en el ensayismo político y en las ascendentes ciencias sociales que en la historiografía. El espectáculo que esta presenta es a primera vista sorprendente: la Nueva Escuela Histórica sigue sin tener nada que decir, el ascendente revisionismo está ocupado en los caudillos del siglo XIX y la historiografía renovadora en la formación de la Argentina moderna. Ello deja el campo libre para una profusa historiografía militante y para la nueva generación de científicos sociales. Todo ello enmarcado en ese ascenso, que parece tan irresistible como el del peronismo, de las categorías del marxismo como instrumento analítico (categorías empleadas de muy diverso modo y con diferentes grados de profundidad) en el activismo político especialmente universitario.

            Si se busca dar un ejemplo del éxito de estas narrativas procedentes del campo político hay muchos nombres posibles de los cuales elegiremos solo uno: el de Jorge Abelardo Ramos y su libro “Revolución y contrarrevolución en Argentina”, cuya curva ascendente desde la primera edición de 1957 hasta la cuarta de 1972 debería tratar de precisarse con datos confiables de las sucesivas ediciones. Desde luego ese arco temporal sugiere que, al igual que como señalamos con Germani, es posible operar con dos cronologías, la original que remite al momento posperonista de producción y aquella de su mayor impacto, que parece colocarse entre los sesenta y los setenta.

         

 

  La opción por este autor y esta obra podría encontrarse no solo en que logró un vasto público, sino que ya desde la primera edición obtuvo un pronto aval entre intelectuales cercanos al peronismo, en un arco que iba desde Jauretche hasta Hernández Arregui, y en que más allá de su declarado propósito político  militante logró un cierto reconocimiento desde los años sesenta entre grupos con legitimidad académica en lugares diferentes como Buenos Aires, Córdoba o Montevideo, cosa que suele olvidarse con facilidad, y que requeriría una discusión acerca de esa capacidad de interpelación. El mismo Ramos proponía un argumento para justificar su lectura militante del peronismo: en 1946 había terminado el pasado y la labor del historiador, todo lo que seguía era “historia contemporánea”, no concluida, actualidad pura, y por ello “todo método académico carezca de valor” en tanto lo histórico se transmuta en político.

            En cualquier caso, el libro que como ha sido señalado abundantemente intenta colocar juntos los estímulos provenientes de lecturas marxistas (Trotsky en especial) con una narrativa político cultural que abrevaba en un conjunto  de fuentes secundarias y es de prever también en unas referencias orales conversacionales que juntas con las otras forman algo así como un corpus acumulativo de locus del universo letrado argentino. Desde luego que ambos registros no sueldan bien, ya que por un lado apelan a alguna forma de necesidad histórica progresiva, más allá de la acción de personajes, individuales y colectivos, y acontecimientos, y por el otro aplican a estos últimos un doble criterio alternativo: o el de los límites de su pertenencia u origen social /productivo (por ejemplo un Sabattini,cuyos límites políticos no eran de él sino de la “pampa gringa”),o el de sus opciones ideológicas, por ejemplo en los intelectuales nacionales o “cipayos”  (lo que parece implicar la posibilidad de ejercer la voluntad más allá de la necesidad). Asimismo, ese doble registro generaba una problemática relación entre pasado y presente, ya que si por un lado la caución marxista le permitía argumentar en nombre de un desarrollo histórico donde las situaciones no se repiten,por el otro la solución factual lo llevaba a convertir ese movimiento en una forma de historia identitaria que reposaba sobre analogías entre momentos distintos (el ejército de San Martín y el acta de Rancagua equiparados a los oficiales del 4 de junio de 1943). 

            En cualquier caso, Ramos delinearía una interpretación del peronismo en la que, a la vez que otorgaba un peso relevante al factor externo (el imperialismo),popularizando la expresión del “país semicolonial”, lo definía como  el emergente de una confluencia entre el ejército -la única institución centralizada “dotada de una psicología esencialmente nacional” que venía a salvar las falencias de una burguesía nacional que Ramos llevaba y traía según los momentos pero cuyas debilidades no dejaba de señalar- y un proletariado que reclamaba su lugar bajo las divisas del peronismo. Nótese que este estaba según Ramos compuesto por “hombres y mujeres que sólo diez años atrás vivían en el atraso rural” y que “ascendía a la conciencia política como todos los pueblos atrasados, remontando su atraso a saltos”. Una mirada con rasgos análogos a las de Germani y el primer Halperìn, casi como hija de un trasversal clima de época, con la no menor diferencia que a Ramos esa opción por el peronismo era la única posible y deseable en ese contexto histórico. Ese nuevo movimiento político liderado por un buen caudillo que era un mal político sería conceptualizado como “bonapartismo”, definición que, claro está,no usaba solo Ramos. Nuevamente aquí ocurría algo equiparable al uso de la expresión fascismo. Si lo que se trataba era de definir un fenómeno político autoritario y personalista que reposaba a la vez sobre un poder militar y un poder popular había disponible, desde mediados del siglo XIX, otro vocablo muy ricamente tematizado: “cesarismo” (que Ramos usa, en cambio, para el Onganiato). Más allá de todo ello, el éxito puede buscarse en otros lugares: un estilo de escritura ágil y cáustico y su vocación de no eludir ninguna batalla, polemizando aquí y allá, con buena pluma, no solo contra abstractas fuerzas sociales sino ad hominem contra otros intelectuales.

            En el ámbito estrechamente académico, aquellos nuevos climas que señalamos de ascenso paralelo de las simpatías hacia el peronismo, de la movilización política y del marxismo, mantenían pese a todo la vitalidad de la interpretación germanianacomo objeto polémico, ya que, si el debate podía ser visto también aquí, en general, como una polémica entre defensores y adversarios del peronismo, en sede académica lo era mucho más entre aquellos que continuaban sus orientaciones teórico-metodológicas y aquellos que habían roto con ella.

            En toda esa nueva producción sobresalía el libro que dos estudiosos que habían trabajado con Germani, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, publicarían en 1971: “Estudios sobre los orígenes del peronismo”, que incluía dos artículos editados en 1969 y 1970. El éxito académico del libro bien podía atribuirsea que elegía paralelamente dos ámbitos de discusión: por una parte,él de la historiografía militante (Jorge Abelardo Ramos, Milcíades Peña) y por una parte él de las ciencias sociales académicas (Di Tella-Zymelman, Germani). El libro contiene asimismo también dos perspectivas superpuestas. La primera era la que proveía el enfoque teórico marxista, en especial en la readaptación del análisis de Antonio Gramsci, y desde ahí ponía en el centro el problema de las relaciones entre las clases sociales y fracciones de clase y las alianzas, límites y divergencias entre ellas. En cierto modo, el procedimiento se aproxima a lo que en contextos europeos se realizaba al indagar las sucesivas modificaciones del bloque de poder hegemónico (ver por ejemplo Ernesto Ragionieri). Y ciertamente el tratar de empalmar un análisis teórico complejo, basado en las relaciones entre clases, con una evidencia empírica heterogénea, no deja de presentar casi siempre problemas operacionales concretos al investigador. En efecto, no es un cometido sencillo relacionar las actitudes de una clase o de fracciones de la misma con por un lado un contexto específico de desarrollo económico y, por el otro, no con orientaciones ideológicas generales, sino con las opciones de partidos políticos o de instituciones corporativas y con concretas propuestas políticas o económicas en el corto plazo (ver el caso de la indagación del Plan Pinedo). De todos modos, el libro era también sensible a otras matrices, teóricas y temáticas, procedentes de la sociología, como era quizás inevitable dada la formación de sus autores en el ámbito germaniano, y también de la economía del desarrollo (nótese, por ejemplo, su énfasis en el momento histórico en que se produce la industrialización y sus implicancias).

            Si quisiera hacerse una síntesis, no del libro como signo de una nueva estación en la teoría social o quizás de la transición hacia ella, sino en tanto interpretación del peronismo, dos perspectivas emergen rápidamente. La primera es la hipótesis de que el peronismo (o mejor sus orígenes) deben ser pensados en continuidad y no en ruptura con la Argentina de la década del 30 y el elemento que une a ambas es la creciente autonomización del papel del Estado en el marco que brindan las tensiones en el seno de la clase dominante dado un específico contexto económico. La segunda es que ese proceso es visto desde la racionalidad del comportamiento de las clases sociales, incluida ahora la clase obrera. En este sentido, el segundo de los artículos incluidos en el librointeractuaba también muy fuertemente con la interpretación germaniana, poniéndose en contraposición a ella. Ante todo en la racionalidad de la clase obrera en su adhesión al peronismo (que como vimos Germani había orillado en su primera interpretación y de la que había tomado distancia en la posterior) y para hacerlo los autores creen necesario también abandonar las explicaciones “culturales” (o psicosociales) acerca de la misma y detenerse en sus intereses objetivos. Por supuesto que el problema de la racionalidad de las clases siempre es más difícil de fundamentar empírica que teóricamente, es decir si se las observa desde sus concretas adhesiones a específicos fenómenos políticos –y lo que ya es problemático para las clases dominantes lo es más aún para las clases populares, que dejan no solo menores huellas de sus orientaciones sino que las mismas suelen ser heterogéneas y más aún si lo que se trata es de explicar una desviación con relación a un comportamiento que la teoría elegida consideraría “normal”. Por ello, el modo más eficaz es el de indagar a las clases dirigentes de la misma, es decir en este caso, los sindicatos y su dirigencia, aunque pueda recodarse que el mismo Germani y sus contradictores (como Peter Smith) iban a seguir en un prolongado debate; otra vía, en la que se manifiestan indirectamente las opciones de las personas es el voto.

            En cualquier caso, Murmis y Portantiero, en un análisis que incluye las tradiciones políticas de los sindicatos y sus dirigentes y las opciones que habían encontrado en la Argentina preperonista, concluyen no solo disolviendo la dicotomía viejos-nuevos cara a Germani, sino observando que, desde ese prisma, su adhesión al peronismo parece ahora no solo racional y no irracional, sino más normal (o sea más cercana a los modelos “clásicos”) que anormal. Al hacerlo, Murmis y Portantiero son llevados también a explorar aquello que les había sugerido Germani: la comparación entre el caso brasileño y el caso argentino. Los resultados que encuentran en la relación del sindicalismo con el peronismo y el varguismo exhiben las diferencias, no las semejanzas, entre ambos fenómenos políticos y con ello establecen bases para otra distinción: ya no entre el peronismo y el fascismo, sino entre el peronismo y otros regímenes populistas latinoamericanos. Lo que parecería dejar al peronismo en algún lugar imprecisado dentro de los regímenes políticos. Va de suyo que esta comparación también asimétrica se hacía, al igual que aquellas con el fascismo, desde un específico punto de indagación y en relación con un período específico de cada uno de esos movimientos políticos.

Referencias:

Germani, Gino. Política y sociedad en una época de transición. Buenos Aires, Paidós, 1962.

Halperin Donghi, Tulio. Argentina en el callejón. Montevideo, Arca, 1964.

Martínez Estrada, Ezequiel. ¿Qué es esto? Catilinaria. Buenos Aires, Lautaro, 1956.

Murmis, Miguel;  Portantiero, Juan C. Estudios sobre los orìgenes del peroniosmo. Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

J.A. Ramos, Revolución y Contrarrevolución en Argentina,

J.L. Romero, Las ideas políticas en Argentina. Buenos Aires, FCE, 1956.

Fernando J. Devoto