Estaciones del exilio
Paraguay
Entré en la cañonera acompañado del embajador de Paraguay, doctor Chávez. Las fuerzas del buque me rindieron honores como general que soy del Ejército paraguayo, distinción que me concedió el presidente Stroessner, cuando les devolví los trofeos de la guerra canallesca de 1865. (Guerra que no nos hace mucho honor a argentinos, brasileños y uruguayos.)•
El capitán de la cañonera me cedió su-camarote, pero carecíamos de combustible. No podíamos zarpar. Como argentino me avergonzaba la «payasería» de los marinos de mi país que, armados hasta los dientes, se habían instalado en el muelle, frente a la cañonera. El general paraguayo Cardoso, agregado militar en Buenos Aires, compadre mío y a quien quiero mucho, me trajo unos baúles a bordo desde la residencia. Estas valijas me las preparó Rennard Renner, quien me envió también un poco de dinero.
Como no podíamos salir por falta de combustible y la Marina argentina no nos lo proporcionaba, el presidente Stroessner me envió un hidroavión de tipo «Catalina» para recogerme. La cañonera se separó del muelle hasta la rada. Desde allí, en un bote, me trasladé al hidroavión acompañado por el ministro de Asuntos Exteriores, Mario Amadeo, quien me dio toda clase de garantías para poder salir.
El embajador Chávez vino conmigo hasta Asunción. Ya en cielos paraguayos el propio general Stroessner salió al encuentro del «Catalina», que conducía yo. Él pilotaba su avión particular y me guió hasta el aeropuerto, donde me esperaban el ministro del Interior, que entonces era jefe del partido Colorado, y el presidente de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana, arquitecto Romero Pereira. En Asunción me tenían preparada la casa de Gayol, un argentino que vive en el Paraguay; excelente persona. Stroessner, que es un perfecto caballero, vino a visitarme inmediatamente. Éramos muy amigos.
Estando yo en el Paraguay me di cuenta de que desde la Argentina los bloqueaban, los cerraban, sobre todo a Stroessner, a quien se negaron los argentinos a mandar nafta y trigo. Mi vida se hacía imposible por la presión y las asechanzas que procedían de la política argentina. Estaba ya en marcha el llamado plan “Coy”. Yo dije entonces al ministro de Relaciones Exteriores de Asunción, hombre también excelente, Sánchez Quel: «No quiero ser un obstáculo para ustedes, no quiero molestarles en nada. Estoy seguro de que la Argentina les va a bloquear y les va a hacer cuantas infamias pueda. Por lo tanto, yo me voy.
“Usted no se puede ir -me dijeron-. Aquí no está en juego sólo eso. Nosotros comeremos mandioca, si es preciso, pero no podemos doblegarnos; está en juego la soberanía del Paraguay. Entonces me quedé un poco más; me fui a Villa Rica y estuve allí un mes, al cabo del cual dije a Stroessner: “Ya pasó todo; yo me voy”. Logré convencer a Stroessner de la necesidad, para bien de la noble nación paraguaya, de marcharme y, un día, contraviniendo su propia voluntad, Stroessner me dijo: “Bueno, muy bien, yo le voy a poner a su disposición un avión para que se vaya”, y en ese avión, me fui de Asunción. Debo inmensa gratitud a la población paraguaya, que por todas partes me recibía admirablemente. Un episodio inolvidable de mi vida fue el de mi cumpleaños, en el que, hombres y mujeres, me cubrieron de flores las verjas de casa y me cantaron hasta el amanecer: ¡parecía que se habían acabado las flores en
Asunción! Podría contar millares de anécdotas. Un día llamé a un peluquero para que me cortase el pelo y, cuando quise pagarle, me dijo: «Señor, el honor de haberle cortado el pelo vale para mí toda la plata del mundo.s Cosas como ésta me ocurrían a diario. Si paseaba por las calles, allí donde iba los paraguayo s me rodeaban haciendo corro y parecían más peronistas que los de la Argentina.
En Paraguay recibió noticias de que todo cuanto había dejado Evita en su testamento fue expoliado. Y que hasta su tumba había sido profanada.
Todo lo que Evita dejó a los pobres lo robaron. Con cuanto ella dejó, se hizo una Fundación cuyo administrador era Nicoletti y un muchacho, Barbeli, el administrador adjunto. Era un capital bastante interesante, con una colección magnífica de joyas. Tenía entre otras cosas un collar de diamante otro con rubíes. Eso se lo regalaron aquí en España: no fue un francés o un español. Todo cuanto ella dejó eran regalos. Las joyas estuvieron depositadas en la Comisión de Monumento, en una vitrina. El inventario de todo lo hizo Richardi y, como allí no tenían caja de cierre, lo pusieron en exposición. Después fue depositado en una caja fuerte que tenía yo en Teodoro García, guardado en tres cofres grandes. Cuando se produjo la revolución, el gobierno mandó llevar sopletes; rompieron la caja fuerte, sacaron todos los cofres y empe zaron a robar todo.
El cadáver de Evita permaneció en la Confederación de Trabajo hasta la revolución, en que profanaron el sepulcro y robaron el cadáver. Fueron unos militares con un tanque, echaron abajo la estatua de Evita que estaba en la Confederación, forzaron la entrada, entre varios jefes y oficiales: uno de ellos era Moori Koenig, jefe del Servicio de Información del Ejército. Todos eran bandidos. También los curas participaron en la profanación. Me han venido a decir a mí unos muchachos que los curas están diciendo que ellos salvaron el cadáver. Mentira. Ellos profanaron lo mismo que los otros, porque si yo entro en una tumba de uniforme militar o de uniforme de cura, estoy profanando una tumba. Esta gente no dejó un solo delito de conciencia por cometer; hasta la profanación.

Brasil
De Asunción, en el avión personal del presidente Stroessner, hice el viaje a Río de Janeiro acompañado por funciones de la mayor confianza del presidente paraguayo. Aterrizamos en el aeropuerto militar de Río de Janeiro y lleamos muy tarde, en la noche cerrada. Estaba yo durmiendo, con aquel calor terrible que hace en el Brasil, casi desnudo, y a eso de la una de la madrugada se me presentó el jefe de la guarnición aérea de Río de Janeiro, que quería llevarme a dormir a un chalet que me habían preparado. Yo le dije sencillamente: “Muchas gracias, mi general (pues era un general de la aviación brasileña), se lo agradezco muchísimo; son ustedes muy amables, siento recibirle en calzoncillos, pero como vamos a salir mañana muy temprano, yo prefiero quedarme aquí”. Me costó mucho trabajo convencerlo, porque yo no quería en modo alguno que pensase que era una desatención. Dormí unas horas y a la mañana siguiente muy temprano vino a verme el embajador del Paraguay en el Brasil, que me acuerdo perfectamente que fue luego ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Sopena Pastor, y con él Julio César Riego, secretario de la embajada paraguaya en Río de Janeiro. Estuvieron conmigo un largo rato, muy atentos. Salí, pues, de madrugada hasta San Salvador, o sea hasta la capital de Bahía, y allí cargamos nafta y continuamos el viaje a la mañana siguiente hasta Amapá, que está justo a la misma orilla del río Amazonas. Quisimos tomar nafta de nuevo, pero no había y tuvimos que esperar veinticuatro horas antes de proseguir viaje hasta las Guayanas Holandesas.

Guayanas Holandesas
Aquella era muy buena gente; nos trataron muy bien, especialmente los negros, es decir, los que no eran holandeses. Todos los morochos que había allí eran peronistas, pero los holandeses eran híbridos, como todos los holandeses. Allí estaba en aquel momento el príncipe Bernardo, a quien mandé un saludo, diciéndole que me gustaría verle. Ni siquiera me contestó, con lo cual dejó bien sentado era un principio “con – suerte”, más que “con-sorte”. Pues este hombre tenía obligaciones conmigo. Cuando fue a la Argentina, representando los intereses de la Philips, yo le traté con todos los honores res dignos de su categoría. Esperaba que fuese un caballero por su condición de alemán, pero vi que no merecía ni siquiera ser alemán. Yo le había regalado en la Argentina un caballo y otras cosas. Antes de aterrizar en las Guayanas le había dirigido un telegrama, al que tampoco contestó, y me dije que sería todo lo príncipe alemán que se quisiera, pero que en Alemania no figuraba ni en la heráldica. ¿Quién es el príncipe Bernardo? ¡ Un mierda, como decimos nosotros!

Venezuela
Seguí viaje a Venezuela. Era entonces presidente de aquella República Marcos Pérez Jiménez. Me esperaba en el aeropuerto Pedro Estrada, que era el jefe de la Seguridad Nacional, el cual me dio una cordial bienvenida. Me llevaron al Hotel Tamanacon y, todos me pedían que me quedase porque en Panamá, a donde yo me dirigía, el calor era casi mortífero. Pero yo estaba invitado por el presidente de Nicaragua y, aunque Pérez Jiménez y el ministro del Interior, que era Vallenilla, y Laureano Lanz, otra gran persona, insistían en que me quedase. Nos pusimos a conversar:
-Mira -le dije-. Yo soy un hombre de palabra. Y le he prometido a mi amigo Tacho Somoza (el presidente de Nicaragua) que iba a ir a verle a Managua, devolviéndole la visita que él me había hecho a Buenos Aires.
Estando yo en Asunción me había enviado un telegrama con un abrazo de hermano, «que se lo quiero dar como exiliado y sepa usted que mientras yo tenga dos porotos, para comer, uno será suyo».» En realidad, en Caracas no estuve entonces más que un día, y no vi a Pérez Jiménez.

Panamá
Volamos hasta Panamá pensando que nos iríamos al día siguiente a Nicaragua. En Panamá tenía yo muchos amigos, y todos me estaban esperando en el aeropuerto, tres ministros entre ellos. Luego fue a visitarme al hotel el ministro de Hacienda, que había estado en Buenos Aires; Se había propagado el infundio de que yo tenía 700 millones de dólares y pensaban que podrían sacarme ciento o doscientos. Es un país que no me gusta: vive de la prostitución, del juego y de los marineros que allí van a emborracharse. Todos los panameños repetían: « “¡No se le ocurra ir a Nicaragua!” El ministro de Hacienda me aseguraba que los curas de Nicaragua le habían planteado a Tacho Somoza, el presidente, una cuestión como de protesta porque yo iba a Nicaragua. Tacho, el presidente, contestó con un decreto prohibiendo que se hablase de mí, porque él era, muy amigo mío, pero viendo que yo iba a producir trastornos a su gestión, y como el presidente Arnulfo Arias, de Panamá, que también creía que yo era dueño de 700 millones de dólares, me llamó para que me quedara, decidí blandamente quedarme y mandar a Somoza un telegrama diciéndole que no quería producirle trastornos con mi visita.
Un negrito que llevaba una gorra colorada se me acercó en el aeropuerto y me dijo: “Los panameños, realmente panameños, te damos la bienvenida, mi general, con este abrazo”. El hotel era viejo, malo y standarizado a la americana, pero el paisaje era encantador: mar y palmeras. Aquellos días fueron para mí un gran descanso, una verdadera liberación, y allí escribí un libro, La fuerza es el derecho de las bestias. Un día se me presentó el gerente del hotel y me dijo: “Señor, discúlpeme, tengo algo muy desagradable que decirle, y es que el comandante general del Canal me ha mandado un funcionario para decirme que usted no puede seguir en el hotel porque éste es un hotel americano. Vergüenza me da decírselo porque esto es sencillamente una infamia con un cliente que paga y que tiene derecho a vivir aquí”. “No se aflija -contesté-: si los americanos creen que no puedo estar aquí, me iré, aunque éste es un hotel del gobierno”. Se presentó el alcalde de Panamá, que era muy amigo mío y se llamaba Bazán, y me dijo que aquello era soberanía de Panamá y que no debía irme. ¡Me vinieron con el cuento de la soberanía de Panamá! Preparé mis trastos, alquilé una casita y me mudé no lejos del hotel. Los mismos americanos me decían que era una infamia y los turitas se deshacían en cumplidos. Había muchos griegos con un negocios llamados cantinas, cantinas de mujeres, alcohol y jugo: industrias panameñas. Luego me visitaron unos marinos que venían de Buenos Aires y que tenían la intención de atentar contra mi vida, pero como yo era amigo de todos los negritos, de la Policía y de la Guardia Civil, ellos, mis amigos, se encargaron de detenerlos, desnudarlos, registrarlos, meterlos en un avión y cargarlos a la Argentina. Ya, cuando vivía yo en el Hotel Washington, un teniente Arias y otro individuo presentaron en Colón con el mismo cariñoso propósito de cortarme la vida, pero en un hotel era difícil matarme, y renunciaron.
Cuando llegué a Panamá estaba allí el embajador Pascali, de la República Argentina, nombrado por mí –a quien enseguida destituyeron-, y se vino a vivir conmigo a Ciudad Colón. Estando con él, desde Venezuela, me mandó decir Ballarín Arranz que qué hacía yo en Panamá, que me fuese a Venezuela. Y como lo cierto es que en Panamá ya no tenían interés por mí, porque se habían dado cuenta que yo no tenía los setecientos millones de dóalres que me habían atribuido, arreglé todas las cosas que tenía allí y me dije: “Bueno: me han invitado a Caracas”. Y tomé el avión. Y me fui para allá…

Venezuela
Comencé viviendo en un departamento en el barrio de Guaqueipuro, pero había mucho ruido y el aire estaba muy viciado, de modo que me busqué una casita en otro barrio –en el de Florida- que está más lejos. Me costaba mil bolívares al mes. Isabelita estaba ya conmigo. En aquella época la embajada argentina empezó a molestar y tuve que sufrir una primera tentativa de atentado. Todos los atentados que he tenido los ha dirigido el gobierno. Pruebas: estaba un día conmigo el mayor Vicente y me anunció: “Hay un señor acá que lo quiere ver”. “Averigüé usted quién es –le dije-; que no me gusta ponerme en presencia de mucha gente”. Resultó ser un pistolero yugoslavo residente en Tánger, un profesional que se ocupaba en faenas como ésta: suprimir tipos. “Yo estaba en Tánger –me dijo-, donde tengo mi residencia, y de la embajada de la Argentina me han hecho venir para confiarme una misión de mi especialidad. Sólo aquí he sabido que se trataba de asesinar al General Perón. Naturalmente no les he dicho ni que sí ni que no. Les dije que lo iba a estudiar. Y me vine a la casa del
general para decirle que, aunque yo me ocupo de esas cosas, soy incapaz de matarle, aunque la embajada me ha contratado para matarle”.
Entonces le dimos un aparato de grabar (de esos de bolsillo, chiquitos) y le dijimos: “Bueno, vaya allá y hable de nuevo con ellos y dígales que lo ha estudiado y que le parece difícil”. El fue y estuvo hablando con ellos de la forma en que debían hacerme el atentado. Y todo esto quedó grabado. Y se lo llevaron al departamento de Seguridad Nacional, quien a su vez lo hizo llegar al presidente. No pidió dinero. Era un hombre de bien. Le recuerdo alto, rubio, con una camiseta negra y, dentro de su profesión, un caballero, porque entre
ellos también hay una ética. Le habían ofrecido creo que diez mil dólares por hacerlo. Los venezolanos, que no son tontos, se guardaron la grabación, porque sabían que si habían intentado hacer esa primera, intentarían hacer otra segunda. Y así fue. No habían transcurrido cuatro o cinco meses, cuando voló mi automóvil que estaba conducido por mi chófer, un muchacho llamado Gilaberte, peronista, que se había exilado y a quien no había tenido más remedio que darle trabajo (bien poco: 100 dólares al mes), aunque no le necesitaba, porque yo manejaba mi auto. Pero, ¿qué iba a hacer? Un muchacho exiliado que se había salido también de allá …
La casualidad hizo que no muriera. Se inició una investigación en seguida, se armó un lío bárbaro, y se comprobó en seguida que era la gente de la embajada de Toranzo Montero, la responsable …
Me llama el jefe de Seguridad y me dice: “Bueno: hemos comprobado todo. Esto es un atentado hecho por la embajada argentina: dirigido directamente por el embajador”. Consecuencia de ello, el gobierno venezolano declaró al embajador
persona no grata por atentar contra la vida de los exiliados argentinos y le dio veinticuatro horas para salir del país. Entonces la República Argentina rompe las relaciones diplomáticas con Venezuela, y Venezuela publica el relato de los atentados que este embajador había organizado contra mí. Muy bien: aquí termina, digamos, el episodio del atentado. Después de esto, ya sin embajada, viví tranquilamente hasta la época en que se produjo la revolución.
Yo era un hombre que les atraía porque representaba a millones de ciudadanos argentinos, porque tenía un ideal propio y una nación adicta. Los comunistas necesitaban hombres de masas. Yo no soy un dirigente político; soy un agitador de masas, que persigue un fin determinado, que tiene una causa a la que servir. Los comunistas me vinieron a saludar a Caracas, inmediatamente después de mi llegada, y me ofrecieron un puesto en una empresa que se llamaba Pampero; una empresa algo equívoca, de productos alimenticios; hacía salsas de tomate, ron e incluso vino. Cuando visité la fábrica les dije: “De dónde sacan ustedes la uva?” Y me contestaron: “No, no tenemos uva”. “¿Dónde cosechan el vino?” me dijeron que traían el mosto de España. Me di cuenta de que aquella empresa no tenía una finalidad económica, sino política. El capital era eminentemente soviético. La Unión Soviética dominaba en muchos sectores de la economía, en los diarios, en las revistas, en las emisoras de radio, en la televisión. El ambiente era revolucionario y comunista, lo mismo en la Universidad que entre los obreros. A mí llegaron a ofrecerme la presidencia de una sociedad, con un sueldo muy grande, y pensé que “cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía”. Me fui a consultar con Pedro Estrada, que era el jefe de la Segundad Nacional, y me recomendó que no aceptase ningún cargo de ésos porque eran comunistas. En seguida, me di cuenta de que el comunismo invadía todo y lo que más me sorprendió fue la actuación de los curas. Unos curas que querían matar, que preparaban las bombas en las iglesias. La policía entró en una y se encontró las bombas Molotov ya preparadas. La revolución contra Pérez Jiménez fue obra de curas y comunistas aliados. Decir estas cosas parece abusivo o hiperbólico; pero ocurrieron como yo digo. Había un cura que se apellidaba Hernández, párroco de La Concepción, que desde la pantalla de la televisión aconsejaba que se me matara a mí, y esto ocurrió el día 22 de enero de 1958, y lo recuerdo perfectamente porque estaba yo en la embajada dominicana delante del televisor. Este cura Hernández iba vestido de sotana y tenía a su lado una linda muchacha que hacía de secretaria. Le oí decir a decir a gritos que me debían matar y mandarme envuelto en celofán a la Argentina.
Tengo que poner en evidencia estas tremendas aberraciones y a este cura comunista, porque estoy convencido de que hay muchos semejantes a él. La revolución venezolana se preparó muy bien, no en 1958, sino en el mes de noviembre de 1957…
Yo seguí los acontecimientos desde la embajada dominicana, adonde fui invitado por el embajador. “Las cosas se están poniendo muy difíciles, véngase con nosotros, que aquí estará más seguro”. Y me refugié allí, hasta que pude salir en un avión, solo y dejando a Isabelita en la embajada, con rumbo a Santo Domingo.

República Dominicana
Respiré cuando llegué a Ciudad Trujillo porque me sentí en tierra amiga. Había pasado una triste odisea en Venezuela, juntamente con Isabelita. Isabelita, cuando la revolución venezolana, se había refugiado conmigo en la embajada dominicana, y cuando salió pesaba 39 kilos. Las guerrillas revolucionarias mataban a los extranjeros, pues en Venezuela había verdadera fobia contra ellos porque ellos eran los que trabajaban y ganaban dinero. Los negritos los asaltaban y robaban. Mataron portugueses, de los que había gran número y españoles e italianos. Jugaban al fútbol con las cabezas de los italianos y asaltaban comercios y negocios de todas clases. Cuando yo llegué a Santo Domingo me habían preparado alojamiento y estaba esperándome el ayudante del generalísimo Trujillo con otra gente muy bondadosa. Isabelita se quedó en Caracas…
En Santo Domingo me alojé en el Hotel Jaragua, que era demasiado lujoso para mí y estaba lleno de americanos, y como los americanos me producen alergia y además no tenía dinero, me fui a ver a Trujillo apenas llegó Isabelita a Santo Domingo.
Entonces, como digo, me fui a ver a Trujillo, el cual se echó a reír a carcajadas cuando le dije que no podía soportar la compañía de los gringos en el Hotel Jaragua y que quería estar con dominicanos. En seguida me trasladó a un hotel del gobierno que se llamaba Hotel Pax, donde vivían los funcionarios, y allí estuve un año. Me cansé y fui de nuevo a ver al jefe. “Mire, jefe –le dije- voy a alquilar una casita para vivir en las afueras” y él me ofreció una quinta a orilla del mar, una quinta maravillosa, donde viví como en el paraíso terrenal. Por la mañana paseaba entre palmeras con Isabelita y llegábamos hasta el mar. ¡Era una maravilla”.

España
Esta casa de Puerta de Hierro la financió una gauchada de amigos españoles. Yo pagaba mi departamento muy caro. Me dijeron: “Tenemos una inmobiliaria, usted puede hacer su casa, vivir en ella, y al mismo tiempo no gastar dinero y reembolsarla con el tiempo”. El millón de pesetas que tenía lo dediqué a comprar la tierra y ellos me construyeron la casa. Esta tierra ha subido cuatro veces el valor que tenía. La casa, lo mismo. Por eso todo se financió bien. Yo había hecho muchas casas para otros. Ésta era para mí y la planeé yo mismo. Hice los cálculos, estudié el terreno –era un poco bajo- y después conversé con el arquitecto, quien completó los planos. Se llama “17 de octubre” y tardaron seis meses en terminarla…
Me levanto a las 6,30. Duermo con las ventanas abiertas para que me despierte el sol. Es una costumbre que tengo desde cuando era subteniente. Me aseo y afeito con máquina eléctrica. Desayuno: café con leche y dos tostadas. Salgo después a caminar con mi amigo don José Cresto -nos hemos juntado dos viejos que necesitamos caminar- y durante dos horas damos vueltas por el parque arreglando una planta, corriendo a las hormigas. A las nueve estoy en el escritorio del primer piso. Contesto la correspondencia privada y leo todo el material periodístico que recibo de la Argentina. A las once, una hora invariable de esgrima. Isabelita es una buena, formidable alumna. Tiene fuertes piernas y saldrá de ella una esgrimista cabal. La he ido trabajando despacito. A las doce, otra vez al parque. No dejo un día sin visitar cada árbol. Lo converso un poco, ¿sabe? Un árbol es una cosa muy importante. Vigilo las hormigas. Doy una vuelta por las rosas. ¿Usted vio en algún lugar rosas más perfectas que las mías? Así, hasta las 13,30, en que almuerzo. Normalmente sopa y un plato. Puede ser paella, bife de lomo, un poco de fruta y café «Monki», sin cafeína. Camino otro poquito, y siesta, que dura hasta las 16. Después de esa hora casi todos los días me doy una vuelta por Madrid – cafés California, Manila- o por los alrededores. Toledo es la ciudad donde mejor siento a España. Vuelvo a las 19. Juego con los perritos, que me entretienen mucho. Canela tiene ya diez años, es el abuelo. Es un exiliado como yo y me ha seguido en todas. Tinola, la madre, tiene 6, y Puchi, la hija, 2. Son grandes amigos míos. Canela, por ejemplo, es auténticamente un perro. Algunos suelen educar a los perros como si fueran hombres. Hay que dejarlos que sean perros. No contagiarles cosas de hombres; les hace mal. A las 20, 30 veo un poco de televisión. Mis programas favoritos son “Los intocables”, “hombres del Oeste”, “El Santo” y “Notidiario”. A las 21, 30, la cena. Una hora después, a la cama. Leo de tres a cuatro horas por noche. Una vieja costumbre. Quizá el momento más profundo de cada día mío, sea ése.[1]


[1] Perón, Juan D. Yo, Juan D. Perón. Relato autobiográfico. Barcelona, Planeta, 1976.

Operación Retorno
El Derecho Internacional Público ha mantenido como uno de los derechos más elementales del fuero humano, el transitar libremente y cientos de convenciones lo han afirmado de la manera más rotunda. Así se lo ha reconocido y respetado desde la más remota antigüedad. Pues bien, el 2 de diciembre de 1964 viajaba yo hacía mi país, en una línea regular, con mi documentación en regla, y legalmente autorizado. Al llegar a Brasil, en tránsito, se allanó la aeronave, se me detuvo y, conducido a una repartición militar; permanecí trece horas incomunicado. Luego fui obligado a retornar al lugar de origen. Cuando pregunté por qué se hacía eso e invoqué las leyes internacionales, se limitaron a contestar que era orden del presidente de la República, ya que en Brasil las leyes las hacían ellos. Supe luego, por publicaciones de Argentina y Brasil, que estas dos “democracias” pentagonistas eludían la responsabilidad de semejante atropello: Brasil declaraba por su Cancillería que mi detención y rechazo había sido por expreso pedido del gobierno argentino, en tanto que el canciller Zabala Ortiz manifestaba a la prensa internacional que no había mediado pedido alguno. Pero nosotros sabíamos de dónde había partido la orden porque, a renglón seguido, el secretario del Departamento de Estado americano hacía llegar una felicitación al gobierno brasileño por la hazaña que acababa de realizar. ¡Y ése es el “mundo libre”…![1]


[1] Peicovich, Esteban. Hola Perón. Buenos Aires, Jorge Alvarez, 1965.