Tras el golpe de 1955, la vida de Juan José Hernández Arregui fue atravesada por una serie de hechos.

Perdió sus cátedras  en la Universidad Nacional de La Plata (Introducción a la historia y Cultura contemporánea) y en el Colegio Nacional (Historia del Arte) y tuvo que abandonar las coordinaciones de los espacios de Lectura y Comentario de Textos históricos y de Técnica de la Investigación Histórica en la misma casa de estudios. También fue desafectado de la dirección del Instituto de Historia de la Cultura de la Universidad, siendo reemplazado por José Luis Romero. En la Universidad de Buenos Aires, tuvo que abandonar la cátedra de Sociología en la Facultad de Ciencias Económicas.

            Fue dejado cesante en Radio del Estado donde comentaba libros en una audición semanal. En ese espacio analizó obras de filosofía (Zeller, Gilson, Bochenski, Dewey, Randall); psicología (Weininger, Mullahay, Jung, Gavrilov); literatura universal (Sartre, Lagerkvist, Gide, Cary) y literatura argentina (Gómez Bas, Albamonte, Bullrich, Anzoátegui, Sábato, Ugarte).

            Un folleto anónimo que llevaba por título Pax. Epitafios, escrito en las periferias de la SADE, se burlaba de él: “¡Bárbaras barbaridades! / Profesor de humanidades” / Bienquistado y bienmirado / por la Radio del Estado”/ ¡Dr. Hernández Arregui, émulo falaz de Legui! / ¡Su nombre la lista llena / como llenó su barriga! / (Ya se lo dijo Murena: ¡Qué no se diga!)”.

            Fue apresado en un local del Partido Peronista y sometido a interrogatorio. Fue dejado en libertad poco después.

            Colaboró con un artículo para El 45, dirigido por Jauretche, que nunca fue publicado por la clausura de la publicación. En ese texto recuperaba la experiencia peronista, “1945 libró a vastos sectores populares de la miseria, de la humillación cívica y moral”…”por eso el 17 de octubre de 1945 no puede ser extirpado de la historia argentina”.

            Mientras avanzaba en la escritura de un libro, tras la intentona revolucionaria de Juan José Valle, fue nuevamente detenido. Pasó un mes en la Brigada de San Martín.

Esos hechos  lo llevaron a un estado de ánimo angustiado.

            Estas situaciones personales, unidas a la proscripción del movimiento político del que se sentía parte, lo llevaron a escribir una obra de carácter polémico: Imperialismo y cultura.

            Contaba con cierto capital. Hernández Arregui tenía tras de sí una serie de textos: Las bases sociológicas de la cultura griega (tesis doctoral, defendida en Córdoba); Apuntes de introducción a la historia; El conocimiento de la realidad y los métodos del saber científico; Las corrientes espirituales durante el siglo XIX; Las relaciones y diferencias entre Historia y Sociología, entre otros.

Tanto la práctica en la cátedra universitaria como los comentarios radiales en los que analizaba críticamente obras de diversas disciplinas contribuyeron a su realización. Concluyó su redacción en enero de 1957.

            En la publicación del libro intervinieron Arturo Peña Lillo y Jorge Abelardo Ramos, quienes lo animaron e impulsaron a concluirlo y difundirlo (Peña Lillo, 1988: 83). El segundo le prestó la estructura editorial de Amerindia, con lo que el libro estuvo en la calle en octubre de 1957. Como otros textos de autores cercanos a las posiciones del peronismo de la época, el libro tuvo un éxito inmediato.

            El autor definía su obra como una “historia crítica de las ideas”. Consideraba a  la “actividad cultural como ideología” y en particular a “la literatura en tanto personificación encubierta de un ciclo económico” y al arte como “producto interdependiente de las demás manifestaciones sociales”.

            Partía de un diagnóstico sobre los intelectuales de su tiempo, teñido de pesimismo y desconfianza.           Desde allí se internaba en el pasado.En el modernismo literario vio dos caras: la renovación del canon literario, a la vez que cierto exotismo. La generación del 900 que “creía en el país”, que escudriñó la realidad nacional, con el tiempo se vio frustrada, refugiándose en la bohemia, en tareas periodísticas menores o cargos burocráticos sin porvenir. Gálvez, Lugones, Ugarte, Ingenieros, Sánchez “reflejan esa depresión espiritual”. Fue una “literatura embrionaria…cuya tradición quedó bruscamente interrumpida en 1930”.  Luego analizó los grupos de Florida y Boedo, la literatura de élite y la de contenido social. Ambas extravertidas. La literatura de Boedo anticipó “posiciones populares y revolucionarias”. La de Florida, después de 1930, pasó a ser la “literatura oficial”.

            En su interpretación, la generación nacida de los años 30, resultó un “instrumento del imperialismo, que se valió de ella para reforzar la conciencia falsa de lo propio” en el marco de “la crisis horizontal y vertical del capitalismo como sistema mundial”. Partidarios del arte por el arte, “de la literatura pura y el extranjerismo mental” correlato del “extranjerismo económico y cultural de la oligarquía usurpadora del poder”.

            En esos años, sin embargo, se produjeron fenómenos literarios que de manera aislada expresaban búsquedas profundas. Arlt, Gálvez, Scalabrini Ortiz…

            Pero fue la consolidación de la élite intelectual asociada al régimen conservador el fenómeno que más interesaba a Hernández Arregui. A ella vinculó un “negativismo que se disfrazaba de declamaciones universalistas de la Cultura”, que se deslumbraba por lo europeo negando lo propio. El análisis culminaba en la revista Sur, con una serie de notas características: una actitud pretendidamente independiente con respecto a la creación artística; la creación pura para el arte puro; una sobrestimación de las influencias extranjeras; una concepción de la cultura como patrimonio de las élites; un predominio de la forma sobre el contenido de la obra literaria y una explicación espiritualista de los procesos históricos del país; una tendencia a plegarse a las modas europeas como signo de prestigio espiritual; un espíritu de cuerpo cerrado que unificaba a sus miembros contra toda tendencia o grupo que tendía a desplazarlos de la función social asignada. Para ejemplificar se detuvo en la obra de Borges, Mallea y Martínez Estrada.

            Este rodeo desembocaba en el papel jugado por ese grupo intelectual en la Revolución Libertadora, ocupando cargos burocráticos y honoríficos, además de representaciones diplomáticas. En particular, se detuvo en el análisis del grupo ASCUA, orientado por Carlos Alberto Erro.

            En sintonía con los planteos realizados por otros autores de la izquierda nacional de la época, se detenía en la influencia del poder cultural e intelectual sobre los comportamientos de las clases medias. Es en esa parte del libro en la que realizaba la crítica de las posiciones y obras de Ernesto Sábato, señalando sus contradicciones y tensiones.

            En la última parte, Hernández Arregui se internaba en una temática que profundizaría años más tarde. La definición de la singularidad nacional en el marco hispanoamericano. En esa exploración consideró como fundamental la variable geográfica, como condicionante del proceso histórico, así como configuradora de un espíritu común a la región, haciendo hincapié en el folklore. Desde esa ubicación de la Argentina en Hispanoamérica, planteaba las tareas de la intelectualidad, lo que implicaba un rechazo a las actitudes dependientes de la producción intelectual europea, fundamentalmente.

            Se ha señalado cierto mecanicismo en esta obra, por los vínculos establecidos entre estructura y superestructura, entre producción intelectual y condiciones histórico-sociales. Consciente de las relaciones que buscaba establecer, el autor aclaraba que “el arte no refleja con exactitud simétrica las situaciones concretas”. Afirmaba: “Con frecuencia, ni siquiera las menciona”. Y remarcaba: “Pero la relación entre arte y ciclo económico no está dada por la racionalización de las condiciones exteriores que determinan su sentido, sino por el espíritu que informa ese arte, por su secreto pulso y fundamental por el estado de ánimo que carga las obras artísticas del período y que es, efectivamente, el de los grupos históricamente condicionados en que tales expresiones nacen».

            Hernández Arregui se ubicaba en las filas del nacionalismo marxista. Ello se dejaba ver en la concepción histórica, que buscaba tomar distancia de la historiografía liberal como del revisionismo rosista. Entre los autores de la izquierda nacional retomaba la senda de Ramos en Crisis y resurrección de la literatura argentina. Para el análisis de las clases medias abrevaba en las notas de Spilimbergo sobre el poder oligárquico y el moralismo de esos sectores.

Otras fueron sus fuentes en cuanto a la historia de la literatura argentina. En este aspecto resultó muy acusada la incidencia de las memorias de Manuel Gálvez. La idea de profesionalización de la literatura, que tanta suerte tendría en análisis posteriores, tuvo ese origen, así como los análisis de los derroteros individuales de la generación que nació a la vida pública con el siglo XX.

La construcción de una genealogía intelectual en la que apoyarse para construir una posición de confrontación estaba al orden del día. Ramos encontró en la figura de Ugarte, un hombre del 900, un referente fundamental. Hernández Arregui, reservó un lugar central para Lugones, más allá de todas sus contradicciones. La recuperación ideal de un interior auténtico, librado de la influencia colonizadora, puede haber incidido en esta elección. La condición de hombre del interior puede haber sido otra de las razones de la identificación.

Hernández Arregui, compartió con Alberto Baldrich, las sensaciones que  vivió con la salida del libro: “un funeral intelectual” que le creo “odios definitivos” y le “cerró todos los caminos”.

Jauretche apoyó el trabajo, así como otros miembros de la izquierda nacional. Entre los escritores, provocó un acercamiento personal con Manuel Gálvez y epistolar con Ernesto Sábato.

Las noticias sobre el libro y la crítica no tardaron en aparecer.

En la primera entrega de diciembre, en la sección Libros, el semanario Qué anunciaba la salida de un “libro polémico” de Hernández Arregui, que iba acompañado de una foto suya. En la escueta referencia decía que “renovó el análisis de las letras argnetinas, estudiando la significación de Borges, Martínez Estrada, Mallea, Sábato, Gálvez, Scalabrini Ortiz en el proceso cultural del país” (Número 159, 1957).

En Mayoría, Fermín Chávez, insertó la obra de Hernández Arregui en un movimiento mayor del “espíritu nacional”, junto a obras recientes de Rosa, Jauretche, Ramos y García Mellid, sentando las “columnas del próximo futuro edificio en que las generaciones nuevas escucharán las lecciones de nuestra propia realidad”.  Lo catalogó como “magnífico libro”, de un “estilo severo y personal”. La tesis central la enunció así: “la cultura oficial y aparente de los argentinos no ha sido más que un eficaz instrumento de la política oligárquica para evitar todo resurgimiento de las autodefensas del pueblo argentino. Esa tesis se completa con otra idea: el “demoliberalismo ha sido a su vez un instrumento del imperialismo”. Para Chávez, el marxismo no fue óbice para “el desarrollo de una tesis tan entrañable a lo argentino como es la que aborda en el libro”. Los reconocimientos a los aportes del nacionalismo, fundamentalmente la fidelidad al país, son subrayados por el comentarista. Cerró su comentario augurando un lugar de privilegio entre los libros  publicados en 1957 (Mayoría. Número 41. 13 de enero de 1958.

Bajo el seudónimo Ricardo Jovellanos uno de los colaboradores de Gaceta Literaria, tras marcar el afán polémico y beligerante  del autor, señalaba que el libro ponía a los intelectuales argentinos en “tela de juicio”. Coincidencia: “Su crítica al colonialismo cultural es, en muchos momentos, justa e innegable. También lo es su crítica a ciertas figuras que representan las debilidades, frustraciones y limitaciones de una clase social”. Disidencia: “Pero una generalización peligrosa, un no ver las sutiles contradicciones que se operan dentro de esos mismo grupos humanos, lleva al autor a un enjuiciamiento masivo por un lado, y a una franca apología –también masiva – de ciertos autores de escasos valores en nuestra cultura”. A renglón seguido tomaba distancia de la benevolente valoración de Gálvez y la sobreestimación de Scalabrini, contrapuesta a la crítica despiadada a Güiraldes y la subestimación de Borges.  También  consignaba que resultaba fácil criticar el “mesianismo” de Martínez Estrada o el “existencialismo” de Sábato, siendo que son autores que “pelean con la guardia abierta”. Para el cierre, algunos calificativos: “extrema parcialidad”, ausencia de ese “mínimo de objetividad, sin el cual la diatriba cae, irremediablemente, en el brulote”  (Número 12, enero-febrero 1958).

En Nueva Expresión, Juan Carlos Portantiero, ubicó al libro de Hernández Arregui como parte de una tendencia, “un símbolo”, que iba más allá de lo individual. Se trataba de la instalación de una corriente de “nacionalismo cultural” contrapuesto al cosmopolitismo liberal. Coincidía con el autor en la preocupación por la literatura nacional como expresión de la búsqueda de un destino histórico y en la identificación de una tendencia de las clases medias – de las que provenía la intelligentzia- a hundir sus raíces en lo nacional, en cierto proceso de nacionalización. Sin embargo, tras asociar al autor con Ramos y Jauretche en el análisis de la literatura, le criticó su interpretación del ser nacional como algo “telúrico, indescifrable y retardatario”. La confusión entre marxismo y nacionalismo, llevó a Hernández Arregui según Portantiero, a extremos tales como negar el papel de la inmigración en la conformación de la sociedad argentina, cayendo en posiciones “xenófobas”. El  “sociologismo más vulgar” hizo caer al autor en “abusos de lenguaje” por los cuales asoció, a modo de ejemplo, la ley de moratoria hipotecaria con la Historia universal de la infamia. Por otra parte acusó a Hernández Arregui de “dragonear con el marxismo” ya que utilizó ciertos términos pero no siguió exhaustivamente lo que en realidad el marxismo entrañaba: un método de investigación. (NE, Número 1, enero de 1958). Tiempo después, el mismo Portantiero junto a Juan Gelman en Cuadernos de Cultura, polemizando con José Luis Mangieri, acusaron a Hernández Arregui de “obtuso nacionalismo  de espaldas al río” (Número 35, 1958).

Otro joven ligado al PCA, Rodolfo Ortega Peña, le llevó un borrador de un comentario que entregó para la publicación de la Revista Mar Dulce, conteniendo críticas y elogios. En sus notas lo llamaba libro “audaz y fuerte” destinado a la polémica. Reseñaba las tensiones y el contenido de los capítulos, para luego centrarse en la crítica realizada por Portantiero. Ortega Peña prefería retomar los hilos positivos del texto, en lugar de centrarse en los “errores”. El autor agradeció el comentario y auguró su no publicación, tal como luego sucedió (Hernández Arregui, 1973:343).

Meses después, en Dinámica Social, sin escudarse en seudónimo alguno, Fermín Chávez afirmaba “(…) La obra de Hernández Arregui viene a proseguir, en cierta manera y salvando los matices diferenciales, la que han iniciado hombres como Arturo Jauretche (“Los profetas del odio”), Rodolfo Puiggrós (“Historia de los partidos políticos argentinos”), Ramón Doll y el Padre Castellani (en sus clarísimos ensayos dispersos sobre la intelligentzia argentina)”. Con ello buscaba filiar a Hernández Arregui con autores nacionalistas, a diferencia del comentario anterior en Mayoría, en el que aparecían Ramos y García Mellid en lugar de Doll y Castellani. Esa argumentación, dirigida al público lector de la revista, seguía consignando contra quien iba dirigido el material: “El trabajo de esclarecimiento que efectúa el autor de este libro abarca no solamente los sectores liberales tradicionales, sino también los medios pseudo-marxistas, autodenominados “progresistas” y que nada tienen de tales…”. De manera oblicua señalaba las reacciones de los intelectuales cercanos a las filas del PCA: “Claro que todo esto molesta a los acólitos de los burócratas del partido comunista argentino, verdaderos sirvientes de la burguesía mercantil y del mitrismo cuyo órgano sigue siendo “La Nación”, que no envejece como le ocurre a los textos del señor Grosso. Tales acólitos están enojados con Hernández Arregui, porque éste los pone al sol panza arriba” (Número 90; 1958).

Desde la otra orilla del Plata, Alberto Methol Ferré realizó un comentario del libro para la revista Qué, en el número en que asumía la dirección de la misma Raúl Scalabrini Ortiz. El autor enmarcó la obra en “los años revueltos por que ha atravesado la Argentina [que] han puesto a la luz la íntima conexión entre literatura y política”. Consideró la obra como “el esfuerzo más profundo y ambicioso de poner a la vista las significaciones políticas y económicas de la literatura argentina de este medio siglo”. Enlazó el libro en una “trilogía sugestiva”, perfeccionando y completando Crisis y resurrección de la literatura argentina de Ramos y Los profetas del odio de Jauretche. La primera solitaria, “panfletaria, incisiva, arremetida a grandes trazos” en un tiempo de parálisis intelectual (fines del peronismo). La segunda, de igual “estilo”, “más sabrosa, popular, más arraigada” por cuanto la Revolución Libertadora había expuesto a los “intelectuales puros”. Imperialismo y cultura es un “nuevo paso: la nueva conciencia nacional irrumpe en la Universidad”. Para Methol “la inteligencia nacional, autocriticándose, llega a su madurez y entra en el reducto más difícil”, el “comienzo de la reconciliación de lo nacional y la Universidad”. Luego se detiene en la travesía intelectual del autor: señala sus orígenes forjistas, sus trabajos académicos, su asimilación de «las grandes experiencias europeas, nunca en su repudio mecánico, cerril” que hicieron posible la obra, lo que lo hace evocar “algunos ensayos de Mariátegui”. Señalaba luego los dos métodos conjugados: el marxista (“base y los más espléndidos instrumentos de análisis de la economía política y la sociología del conocimiento) y el psicoanálisis (en la línea de Fromm). Esa síntesis configuraba, para Methol, la originalidad de Arregui, haciéndolo un “sistema más complejo, más dilatado”. La reivindicación del “realismo” como práctica auténtica y deber del escritor lo acercaban a ciertas tendencias reivindicadas en los “socialismos reales”, aunque Methol consideraba que el autor trascendía a cada paso esa sensibilidad. Al recorrer los ejes del libro, subrayaba la similitud de la generación del 900 argentina con su similar uruguaya, por las condiciones (imperialismo, decadentismo del patriciado, surgimiento de la pequeña burguesía, inmigración) y las prácticas por las que surgen desde los sectores intermedios los “profesionales de la cultura”, que separan el poder de la literatura, autonomizándose, oscilando entre la servidumbre y la rebeldía, entre el acatamiento y la protesta. Reseña sintéticamente los aportes del libro para detenerse en la última parte, que considera la más débil y criticable del ensayo. Al definir la cultura hispanoamericana como “conciencia intemporal”, “estilo de vida”, intuidos como ”frutos del suelo” y experimentadas como “conciencia cerrada”, defensiva está “más cerca de Spengler que de Marx”. Para Methol, la obra es “madurez y tránsito a la vez: madurez intelectual de la conciencia argentina y simultáneamente apertura imperativa a lo americano”. De lo segundo deducía su “idealismo final en tanto se refiere más a un proyecto, a una carencia que necesita ser afrontada y superada, que a una realidad plena”. De ese modo había llegado al “umbral”, al planteo básico, central por el cual la Argentina “no será históricamente sino librándose de su particularidad, reencontrándose en Hispanoamérica” (Qué, Número 184, 1958).

Juan F. Solero, desde Ficción, consideró la relación establecida entre imperialismo y producción cultural como “lineal” y “efectista”. La división establecida entre autores para el crítico resultaba una “distorsión”, un “desconocimiento”. Rechazó, entre otras, la caracterización de Borges como producto del imperialismo y la de Arlt como lo genuinamente porteño, resultaba alardear de un “bizantinismo en desuso”. Solero defendía la existencia de las “elites” y colocaba a varios de los autores recuperados por Arregui en su seno. Por caso, ejemplificaba el conflicto Florido-Boedo como una lucha de elites, con sus respectivas publicaciones (Claridad y Sur). Sugería al autor insertarse en la simplista dicotomía sarmientina, que consideraba aún vigente, para que su teoría sea concebida como “sentimental y regresiva”, de lo contrario sería “artificial e inoperante”.  Al final, la lisonja: “lectura vivificante”, “valiente” en el que la desaprobación de “algunos de sus conceptos no significa que desconozcamos los valores monitorios de sus numerosas aserciones” (Número 13, 1958).

Floreal Forni abordó en la revista democristiana Comunidad, de manera sumaria, el contenido de Imperialismo y cultura. Señalaba que se trataba de un lúcido análisis, pero cargado de odio. Lo consideraba el preludio de una “contra revancha” cultural, la de los “cabecitas negras” del conurbano cuyo resentimiento afloraba con cada alza del costo de vida. Recuperaba el recorrido que hacía Hernández Arregui sobre el pasado intelectual argentino, con “pasión, erudición y generalmente injusticia”. Forni polemizó con Arregui en cuanto a la caracterización de los católicos (que identificaba con los nacionalistas de derecha) imputándole el desconocimiento de los modernos movimientos políticos e intelectuales. Reivindicó como lo mejor del libro el análisis de las clase media arrojando importante luz sobre aspectos nodales de la cultura argentina. Ubicaba erróneamente a Arregui en el grupo Indoamérica de Ramos. Esa ubicación llevó al libro a sufrir una “conspiración del silencio” (con excepción de una nota anodina en La Razón y un comentario de Methol en Qué) que se alegraba de romper criticando el “espíritu de secta” dominante en el país (Número 7, 1958).

            Al realizar la reedición años después, Hernández Arregui analizaba su libro críticamente. Se preguntaba si la antipatía secreta que le guardaba se originaba en  su tono, su rigidez crítica o su violencia polémica. Dudaba sino resultaba falso por su carga emotiva o era fruto del odio. En respuesta, señaló que en realidad lo que negaba era la materia del libro, y lo que lo movía no era odio sino el amor por el país. Para esa oportunidad solicitó a Di Bianco y Carpani ilustraciones y a Ortega Peña un prólogo. Junto con una notas autobiográficas de su tránsito hacia las posiciones de izquierda nacional, Ortega consignó los trazos gruesos del libro y reivindicó la necesidad de la reedición, básicamente porque los “mecanismos de penetración del imperialismo no solo se mantienen, sino que se han agudizado”, “son los mismos nombres, encarnación de clases sociales y de ciclos económicos, los que encontramos en nuestro contorno cultural” y existían “miles de jóvenes” que pasaron por la “dolorosa experiencia” narrada en primera persona al inicio del prólogo (Hernández Arregui, 1964: 7-13).

            En 1973, al calor del rotundo éxito de ventas de Peronismo y socialismo y de otros de sus títulos que habían sido reeditados, Hernández Arregui realizó un cambio de portada, agregó una breve advertencia de tono optimista y lanzó la tercera edición del libro en las mismas condiciones que en 1964 (Hernández Arregui, 1973). Para esa época lanzaba una revista, Peronismo y socialismo bajo la advocación del político mayor de la izquierda peronista, John W. Cooke. Poco después, la misma publicación adoptó el nombre de Peronismo y liberación, ajustado a las consignas enarboladas por Perón al regresar al gobierno.

            Poco después de su muerte, en 1974, Eduardo Romano, resumía un sentir de la intelectualidad afín al peronismo, señalando que la obra de Hernández Arregui abría un “enfoque que presenta aquí y allá desarrollos y aún desvíos muy discutibles, inaugura una manera inédita de ‘leer’ nuestro pasado cultural, más integradora y comprensiva que cualquier otra previa o coetánea”. En tono autobiográfico, señalaba: “Muchos iniciamos con Imperialismo y cultura nuestra descolonización intelectual, al emerger de las turbias aguas del baño educativo (de la primaria sarmientina a la Universidad estilística)…”. Asimismo, reconocía “su inestimable aporte a la nacionalización mental de las capas medias intelectuales y a la clarificación ideológica de la clase trabajadora sobre la base de las grandes banderas del justicialismo” (Romano, 1974; 25-28).

            A fines de 1974, Beatriz Sarlo dedicaba una extensa nota crítica a la relación entre historia, cultura y política en la obra de Hernández Arregui. Tras consignar el fenómeno de apropiación y uso de las obras del autor por las nuevas generaciones de la pequeña burguesía intelectual y universitaria (en las que se ubicaba) para conciliar peronismo y marxismo, en la doble operación de crítica a la izquierda tradicional y “el objetivo de cambiar contenidos y su programa, bajo la bandera del socialismo con el que se correspondería el peronismo en esa etapa”, Sarlo se proponía  discernir la “clase de marxismo instrumentado” por el autor y las “incongruencias de su proyecto”. Ese ejercicio estaba encaminado por necesidades políticas (no académicas): de la “descripción de la sociedad argentina, de los conflictos de clase que la atraviesan y de su repercusión en el plano de la cultura tiene que ver, más o menos en forma directa, las tareas políticas de la actual etapa y su eficacia y corrección en la lucha ideológica y cultural”. Caracterizaba el pensamiento de Hernández Arregui con un “fondo nacionalista populista”, marcadamente “antiinglés y antiyanqui”, con “huellas de su formación filosófica alemana” y la “influencia de un marxismo socialdemócrata, como el de Rodolfo Mondolfo, en quien Hernández Arregui reconocía a uno de sus maestros”. La autora reconocía la justeza de sus juicios en cuanto a los “responsables de la dependencia”; a la izquierda de los ’30 y ’40 (aunque llenos de arbitrariedades, aclaraba) y  al efecto y repercusiones de la penetración imperialista sobre la cultura argentina.  En el análisis que le dedica al libro que comentamos, dice Sarlo que se trató de un “ensayo que intenta una historia de la literatura argentina articulada correctamente a partir de la oposición imperialismo-nación”, compartiendo muchas de sus “tesis generales”, a la vez que señalaba la “incorrección de otras” y el “carácter mecanicista que está en la base de su desarrollos y argumentaciones”. En particular se detuvo en la idea de “ser nacional”, que sería retomada por el autor años más tarde. Allí señalaba que podía vislumbrarse con más claridad el origen filosófico de los planteos de Arregui. Por un lado, la tesis geopolítica, de la incidencia de lo geográfico sobre lo cultural, atribuyéndole un carácter mecanicista, romántico y espiritualista a la determinación de la naturaleza en la conformación del “espíritu cultural hispanoamericano unitario”. Para Sarlo la unificación cultural del país y del continente fue realizada por las oligarquías a fines del siglo XIX, lo que ubica a la naturaleza en el seno de las relaciones de producción y no como fundamento de una configuración. Por otro, el mecanicismo que preside las relaciones entre “la estructura económica, las clases dominantes y sus proyectos culturales”. Estas perspectivas fueron descartadas por Sarlo “para pensar la complejidad del proceso cultural y literario de nuestro país”. Las relaciones de los intelectuales con la oligarquía que estableció Arregui, para Sarlo, son unilaterales y quedan restringidos a un análisis moral en el que los sujetos individuales deben sortear las “trampas” tendidas por esa clase para neutralizarlos. En cambio, propone recurrir a los conceptos gramscianos de “organización de la cultura”, con sus mecanismos e instrumentos para dar cuenta de la operación cultural de captación de los escritores por parte de la elite (Los Libros, Número 38, 1974).

             En la transición democrática, al realizar su trabajo biográfico, Galasso consideró  Imperialismo y cultura “por su alto nivel literario e ideológico…como una de las obras claves en la historia de las ideas políticas en la Argentina” (1985:74).

            Bajo el ciclo kirchnerista la obra de Hernández Arregui fue revisitada y el libro que comentamos recibió tratamiento diverso.

Carlos Piñeiro Iñíguez publicó un trabajo significativo en 2007, que fue parcialmente reeditado en 2012. Integraba a Hernández Arregui en el grupo de escritores que recuperaba del marxismo “la cuestión nacional y el imperialismo así como el materialismo histórico como método general de análisis”. Citando a Romano, ubicaba la obra como parte de la producción de libros “de análisis cultural contestario” al estilo del de Ramos y Jauretche. Recuperaba como antecedentes los ejercicios periodísticos previos de Arregui y las emisiones radiales, para dar lugar a las páginas del libro. Atribuía a la interdicción del gobierno militar la publicación por editoriales comerciales, por lo que terminó publicando en la editorial “marginal al circuito literario”  de Amerindia. Consideraba al texto como “duro, amargo, sin concesiones”. Remarcó las condiciones de angustia, amargura y depresión al momento de escribirlo. En las repercusiones anotó la acogida por parte de Jauretche y Gálvez. Consignó, también, la buena recepción del público, con el rápido agotamiento de la edición y el efecto en la nueva generación de luchadores sociales. En contraste con las obras de Jauretche y Ramos sobre el tema, esta se distinguía por la “mayor solidez conceptual” y la “mejor penetración intelectual”. Enlazó la prosa crítica y  mordaz al estilo de Ramón Doll y su sustancia a los saberes acumulados en torno a la historia de la filosofía, de los griegos a Marx. Anudado con lo anterior, Piñeiro se detuvo en los antecedentes académicos del autor, tanto en lo que hace a su desempeño docente como en sus obras. El nudo de la obra, para el analista, es la generación de 1930, enmarcada en una crisis general de las ideas de Occidente. El tono del texto resultó combativo y hasta despiadado, sin tener consideración para los escritores que apoyaban y se beneficiaban con cargos de la dictadura. Hernández Arregui no hizo historia de las ideas, hizo “obra de demolición del hombre que las porta; es una lucha política a muerte, donde el crítico utiliza similares medios a los que emplean sus compañero de la resistencia peronista (cuya principal arma era, por entonces, el “caño” o explosivo casero)”. De ese modo repasó a Borges y al grupo de escritores de Sur, a Sábato como escritor representante de la pequeña burguesía. En otro ámbito se encuentran quienes no se someten al orden cerrado del liberalismo: Scalabrini, Arlt, Gálvez. Piñeiro parangona a Arregui con el Lukacs de Asalto a la razón, para decir que ambos otorgan “a la obra artística y a los hechos culturales apenas una relativa independencia con respecto a los procesos económicos”. En la parte final, nos dice el analista, Hernández Arregui dejó la tarea de demolición para dedicarse a teorizar sobre la cultura hispanoamericana, recuperando sus orígenes hispánicos y el lugar privilegiado del folklore y para ese presente destacó el papel asignado por Hernández Arregui de la industria dirigida por los Estados, como base de una “cultura autónoma” (Piñeiro Iñiguez, 2004, 2012).

            Omar Acha, en el marco del tratamiento de las corrientes historiográficas de la izquierda argentina, le dedicó unos párrafos. Imperialismo y cultura “inaugura la obra de historia de la ideas de Hernández Arregui”, exhibiendo las “tensiones de un pensamiento alimentado por un romanticismo telúrico cuarteado por el marxismo” irresuelto.  A ello se suman los motivos del revisionismo histórico, sobre todo en la versión de Scalabrini Ortiz. Los aportes del autor estarían en la recuperación de la veta indígena; en la identificación de las dificultades para crear una unidad continental en la prevalencia de formas de producción precapitalistas de una economía subdesarroladas, favorecida por una “balcanización” inducida por las diplomacias europeas. Para Acha, la diversidad de las fuentes conceptuales conduce a heterogéneas explicaciones. Para la cuestión central: las enajenaciones intelectuales oscilan entre la dependencia económica y la obstinación eurocéntrica de los escritores que especulan con categorías externas (Acha, 2009:316-317).

En 2012 se produjo la reedición del libro biográfico de Galasso, con un extenso prólogo de Horacio González, con reflexiones sobre diferentes pasajes del libro y las posiciones y escritura de Hernández Arregui. En particular, se detenía en el abordaje de Lugones, figura clave para el autor para la comprensión del drama de las letras y de la nación argentina (Galasso, 2012). Sobre este tópico se había detenido al analizar los “infortunios del marxismo y del peronismo” tiempo atrás (González, 1999).

En el ciclo 2003-2015 también los libros de Hernández Arregui tuvieron reediciones, en dos momentos, con editoriales diversas.

En 2005 bajo el sello Continente-Peña Lillo salió una edición similar a las anteriores.

            En 2010, en ocasión del Bicentenario y en un proyecto de recuperación de materiales amplio y plural de la Editorial Docencia fue reeditado nuevamente. En esta ocasión llevaba un prólogo de Carlos Piñeiro Iñíguez, en el que ubicaba la trayectoria del autor en el contexto histórico argentino. Sobre la obra señalaba que se trataba de un “libro polémico”, que había sido “dejado de lado por la prensa seria”, aunque se agotó rápidamente e incidió en el debate social. Era “necesariamente amargo y a veces hasta injusto con sus contrincantes”, los que profesan una cultura europeísta. Para el prologuista los libros de Hernández Arregui pueden ser leídas “como una sola obra”, con una “clara unidad temática” en la “cuestión cultural” (Hernández Arregui, 2010).

Obras:

Hernández Arregui, Juan J. Imperialismo y cultura. Buenos Aires, Amerindia, 1957.

Hernández Arregui, Juan J. Imperialismo y cultura. Buenos Aires, Hachea, 1964.

Hernández Arregui, Juan J. Imperialismo y cultura. Buenos Aires, Plus Ultra, 1973.

Hernández Arregui, Juan J. Imperialismo y cultura. Buenos Aires, Continente-Peña Lillo, 2005.

Hernández Arregui, Juan J. Imperialismo y cultura. Buenos Aires, Docencia, 2010.

Fuentes:

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Darío Pulfer