El derrocamiento de Arturo Frondizi fue un golpe de estado atípico y muchos de sus elementos contribuyen a que la mezcla entre explicaciones estructurales que condicionan los márgenes de los actores y la autonomía de los sujetos lo convirtieran en un proceso de gran complejidad. A diferencia de otros derrocamientos, este no contó con un complot y una organización secreta por parte de los ejecutores, sino más bien se trató de un debate público en el que el mapa de las legitimidades políticas se fue reconfigurando a través de la negociación abierta cuyo resultado fue la instalación de un presidente que era partidario del derrocado y la apertura de una inestabilidad que terminaría por devorar a los promotores del movimiento.

            Con una lógica que tenía a las Fuerza Armadas en un rol arbitral del sistema, tres fueron los elementos que quitaron estabilidad al gobierno de Arturo Frondizi en un sentido concreto: el peronismo, el antiperonismo y el anticomunismo. Estas tres perspectivas estrechaban el margen de maniobra del presidente pues tenían unimportante ascendente sobre unas fuerzas armadas altamente politizadas; que redundaba en que se agitaran fácilmente los cuadros intermedios hasta la realización de planteos, que no eran ni más ni menos que la manifestación, por parte de la cúpula militar, de los descontentos que podía generar alguna política o actitud del gobierno y que implicaba, de manera velada, la amenaza de golpe.

            El peronismo, para 1962, tenía descartada la opción violenta, que desde junio de 1956 había quedado muy debilitada. En noviembre de 1960, el general Iñíguez encabezó un alzamiento en Rosario con el apoyo de bases peronistas y fueviolentamente reprimido; desde entonces la idea de un golpe peronista quedó fuera de lo posible. Sin embargo, tanto el líder exiliado como sus seguidores sostenían un registro discursivo que mantenía vigente el imaginario insurreccional. Además, con fluctuantes niveles de intensidad, el fenómeno de la resistencia mantenía su presencia a través del sabotaje o terrorismo que si bien carecía del nivel de organización que la mitología militante prefiere otorgarle, sí tenían un claro significado en el terreno de las representaciones. El propio Perón, luego de haber pactado sus votos con el candidato de la UCRI para las elecciones presidenciales de febrero de 1958, había cambiado su tesitura y denunciado la existencia del pacto y su incumplimiento, lo que había igualado a peronistas y antiperonistas en el enojo contra el presidente. En cuanto a la perspectiva antiperonista, la posibilidad de un golpe gorila en ningún momento llegó a desactivarse del todo. Algunos sectores habían considerado incompleto el cumplimiento de los objetivos del gobierno de la Revolución Libertadora.

            Para ellos, la experiencia finalizada en septiembre de 1955 era totalitarismo, equivalente al fascismo, y requería de largas y severas políticas de proscripción para diluir sus efectos. Habían sostenido el carácter fundacional del régimen libertador y resistido cualquier resabio de peronismo en las proyecciones políticas, al punto de que la victoria de Frondizi en 1958, generó un movimiento dispuesto a evitar el traspaso de mando y sostener la permanencia de las FFAA en el poder: el quedantismo. La confluencia del electorado peronista tras la candidatura ganadora los dispuso a una tesitura de aguerrida vigilancia política en el terreno de lo público y a una disposición armada desde lo clandestino. En algunas regiones, los comandos civiles que actuaron durante las jornadas del golpe contra Perón no se habían desactivado y estaban disponibles para la acción violenta, alternativa a la que recurrieron de manera localizada en varias oportunidades entre 1955 y 1958 y en algunas más posteriormente. Esta alternativa contaba, además, con varios apoyos en las FFAA y sectores políticos, particularmente en la Armada y en la UCRP, que la proveían y financiaban; de manera que Frondizi recibía numerosos informes de inteligencia sobre actividades conspirativas, encuentros, armas o lugares de entrenamiento para acciones caracterizadas por su radicalizado antiperonismo. Inclusive, hubo un conato de alzamiento iniciado en San Luis en junio de 1960, que fue incruentamente controlado. A pesar del poco y menos decidido apoyo militar, el civil era importante, con algunos personajes de cierto reconocimiento en la UCRP. Los insurrectos llegaron a deponer al gobernador y habían conformado un gobierno nacional cuyo presidente y ministro de Defensa era el general Fortunato Giovannoni.

            Por último, el pánico anticomunista se desató como una descarga eléctrica a partir de que la Revolución Cubana se reconoció como marxista leninista. Desde entonces, amplios sectores militares y políticos exacerbaron la desconfianza que tenían hacia un presidente que consideraban desaprensivo, maquiavélico, irresponsable y falto de escrúpulos. Frondizi, para ellos, era inacapaz de combatir, si no capaz de estimular, el crecimiento del comunismo y el peronismo. Cuestiones locales que entraron en el campo semántico de la izquierda y la influencia soviética y castrista generaban inquietud en la política doméstica. Es el caso de la elección de Alfredo Palacios como Senador por la Capital, con un discurso favorable a la Revolución Cubana y una base de militancia joven radicalizada que se acercaba al peronismo en la militancia callejera. Lo mismo ocurría con la irritante presencia de Rogelio Frigerio en el círculo de confianza presidencial y otros funcionarios de menor rango, asociados también con un pasado izquierdista o relaciones sospechosas; hasta el mismísimo primer magistrado caía en las suspicacias. El problema del comunismo se convirtió en uno de los ejes problemáticos del sistema político y, a las domésticas, se incorporaron las presiones Del contexto internacional en el momento álgido de la Guerra Fría. Las operaciones de los servicios de inteligencia de diferentes países (como la de las cartas cubanas, que consistió en el “descubrimiento” de unas cartas que buscaban involucrar a funcionarios de la cancillería argentina con el castrismo) incidían en la política local Además, sostener la tradición de autonomía en política internacional era visto como una complicidad con el bloque soviético, aún cuando el canciller, Miguel Ángel Cárcano, había sido designado, entre otras cosas, por sus reconocidos pergaminos anticomunistas. La abstención argentina en la conferencia de Punta del Este, frente a la expulsión de Cuba de la OEA, y el encuentro que el presidente Frondizi mantuviera con el reconocido delegado de Cuba, Ernesto “Che” Guevara, terminaron por ser gestos que en un contexto tan inflamable sólo podían ser interpretados como negativos.

            Para fines de 1961, los cuadros superiores de las Fuerzas Armadas ya tenían un claro consenso en torno a la necesidad de derrocar a Arturo Frondizi. La problemática del comunismo había sido la amalgama que sentaría las bases de ese acuerdo. Sólo restaba esperar el momento oportuno, y ese iba a ser el proceso electoral de marzo de 1962, en el que se levantara por primera vez la proscripción del peronismo. Los riesgos de la apuesta eran evidentes para Frindizi, que se estaba jugando el todo por el todo.

            Frente a la asfixia del panorama político, el gobierno decidió salir hacia adelante. Un éxito de la UCRI la hubiera consolidado como la única fuerza no peronista capaz de ganarle al peronismo, y por ende, al aglutinar el voto no peronista, casi que hubiera condenado a la extinción a las demás fuerzas políticas y hubiera encaminado los temores de los sectores más gorilas. Pero así como el premio del triunfo era enorme, las consecuencias de la derrota sólo podían ser definitivas.

            Las previsiones electorales, cargadas de buenas perspectivas para el oficialismo, no hicieron más que magnificar la confusión frente a los resultados del 18 de marzo. La misma noche de las elecciones el gobierno entró en crisis: los jefes militares comenzaron a reunirse, el ministro del interior Vítolo presentó su renuncia. Los militares eligieron un interlocutor y exigieron la intervención de todas las provincias en las que había ganado el peronismo; además, recomendaron la renuncia de numerosos funcionarios a los que asociaban con Frigerio, sobre quien consideraban conveniente que se fuera del país. La intervención de las provincias generó la protesta airada de los partidos políticos, incluida la UCRI y la CGT; el cardenal Caggiano realizó un llamado a la concordia y el embajador norteamericano manifestó la necesidad de sostener al presidente, aún cuando los funcionarios de la embajada cabildearan en contrario.

            En las jornadas sucesivas, las cúpulas militares se sentaron a acordar la unidad de las tres armas, que, consideraban, era sobre la que se debía asentar toda institucionalidad venidera. El presidente, por su parte, aceptaba la conformación de un gabinete de unidad nacional y convocaba a partidos y corporaciones para que aportaran nombres. Se iniciaron dos gestiones en paralelo: una para intentar la permanencia del presidente y otra para garantizar que, en caso de golpe, el ejecutivo quedara a cargo del vicepresidente del senado: José María Guido. Para la primera posibilidad y la conformación del gabinete, el gestor elegido fue el General Pedro E. Aramburu. En este proceso es que se incorpora uno de los hombres clave de la transición y de todo el ciclo hasta la llegada de Illia: Rodolfo Martínez (h), demócrata cristiano y cordobés que asumía como Ministro de Defensa; el otro actor de incidencia determinante en el proceso fue Julio Oyhanarte, ministro de la Corte Suprema. La gestión de Aramburu agregó más leña al fuego: consultó a militares y a partidos, y terminó anunciando por cadena nacional que la crisis sólo podía resolverse con la renuncia del presidente. La segunda de las tareas se desarrolló como un juego de ingenio destinado a retacearle cuotas de poder a los sectores golpistas y exponer sus debilidades y el gestor fue Rodolfo Martínez.

            El primer problema que se planteó fue la negativa de Frondizi a renunciar. En una carta enviada a su partido, la UCRI, el presidente repetiría su famosa expresión: “no me suicidaré, no me iré del país, no cederé”. Para los jefes militares, que habían sido partícipes del golpe de 1955 y lo habían postulado como una restauración de la democracia, remontar ese significante no era liviano. Entre los cuadros, se podía ver desde oficiales exigiendo un inmediato movimiento que destituyera por la fuerza al primer mandatario hasta quienes se disponían a movilizarse para reprimir cualquier acción en ese sentido.

            José María Guido, que al inicio de la crisis había declarado que no habría legalidad sin Frondizi, recibió el pedido de no alejarse de la capital y no exponerse de manera pública. Consultado por los militares, había negado su aceptación del cargo. El presidente intentaba actuar con normalidad, pero la tensión y la parálisis de la política resultaban insoportables. Mientras tanto, los dispositivos militares se activaban.

            Resultaba cada vez más claro que sin un movimiento de fuerza, Frondizi no dejaría el gobierno, pues todos los cabildeos chocaban con la imposibilidad de obtener su renuncia. Varios testimonios coinciden en señalar que la noche del 28 de marzo, el presidente terminó por explicar a los militares el mecanismo para resolver el dilema: “ustedes me detienen y no me largan porque si lo hacen tomo un colectivo, me bajo en la Casa Rosada y asumo el gobierno”. En la madrugada, los comandantes visitaron a Guido en el senado y le leyeron el plan trazado a partir del encuentro con Frondizi. Lo que no estaba contenido en las sugerencias presidenciales era cómo administrar la sucesión.

            En lugar de acompañar a las cerca de ciento cincuenta personas que quince minutos antes de las ocho de la mañana en la residencia de Olivos atestiguaron cómo Arturo Frondizi era derrocado, Guido había desaparecido de la escena refugiándose en el departamento de un diputado. Mientras tanto, Martínez había recibido la orden de asegurar que Guido asumiera la primera magistratura, y para eso, ganaba tiempo aprovechando las diferencias y descoordinaciones entre los jefes de las FFAA; mientras los comandantes discutían la instalación o no de una junta militar, Martínez, junto a Oyhanarte, preparaba una jura que no dependiera de los militares.

            José María Guido, que había llegado al Congreso, se encerró en su oficina con los referentes parlamentarios de la UCRI y con Martínez, a quien acababa de conocer, y les planteó la situación. Todos coincidían en que debía aceptar el cargo y que el partido no podría defenderlo de las acusaciones: debía renunciar a la UCRI. Tomada la decisión, se dirigió hacia la Corte Suprema en soledad, para evitar que las fuerzas de seguridad reaccionaran ante el arribo de varias personas e impidieran el acceso. La ceremonia de la jura no tuvo más que un puñado de testigos y, a falta de Biblia, Guido juró sobre el ejemplar de la constitución que utilizaba el tribunal para consultar durante su trabajo.

            Martínez, entretanto, en lugar de ir a la Corte se dirigió al encuentro de los comandantes en jefe que lo habían llamado a las 16:15 y lo esperaban en el ministerio de defensa, en la planta baja de Casa de Gobierno. Ante el planteo del General Raúl Poggi, Comandante en Jefe del Ejército, de la inconveniencia de que el país se mantuviera acéfalo, Martínez sostuvo la conversación manteniéndola en el plano de lo teórico, pues interpretaba una velada intención del militar de asumir la presidencia. Casi una hora después de iniciada la entrevista, recibió la llamada que le confirmaba la jura de Guido y comunicó la noticia a Poggi y al almirante Penas. Ambos se retiraron en un airado silencio.

            Cuando Guido salió de la Corte Suprema, confirmó a la prensa los rumores de que había jurado como presidente. A las 18.47 llegó a la Casa de Gobierno y la experiencia de haber reemplazado a Frondizi durante sus viajes le jugó a favor: los granaderos de la guardia se cuadraron al verlo y el personal lo fue saludando como presidente. En el despacho encontró una treintena de personas entre civiles y militares, se ubicó en la cabecera de la mesa e invitó a los Comandantes a que tomaran asiento. Luego de la reunión, que Guido recordaría como un examen oral, se firmó un acta secreta que contenía las demandas de las Fuerzas Armadas para reconocer al nuevo presidente: anular las elecciones del 18 de marzo, proscribir al comunismo y al peronismo, modificar la ley de acefalía, modificar el sistema electoral instalando el sistema de representación proporcional y revisar la ley de asociaciones profesionales.

Al día siguiente, la prensa daba por concluida la crisis, pero la inestabilidad perduraría hasta, por lo menos, las elecciones de 1963. La falta de acuerdos entre los ejecutores del golpe los expuso a una crisis de legitimidad que desestabilizaría a las Fuerzas Armadas y las expondría a importantes fisuras que no se saldarían sino por la violencia un año después.

Referencias:

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Kvaternik, Eugenio. Crisis sin salvataje: la crisis político-militar de 1962-63. Buenos Aires, Ediciones del Ides, 1987.

Mazzei, Daniel.  Bajo el poder de la caballería. El Ejército Argentino (1962-1973).Buenos Aires, Eudeba, 2012.

Melon Pirro, Julio César. El peronismo después del Peronismo. Resistencia,sindicalismo y política luego del 55. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

Spinelli, María Estela. Los vencedores vencidos. El antiperonismo y la “RevoluciónLibertadora”. Buenos Aires, Biblos, 2005.

Carlos Hudson