Después, el 16 de septiembre del ’55 vivimos el revanchismo de los antiperonistas furiosos. Nosotros vimos algunos locales destruidos; había un gran local en Rivadavia que era del Partido Peronista Femenino, que saquearon y hasta se llevaron su televisor. Había muy pocos aparatos de televisión en esa época; pensemos que pocos años antes, en 1951, comenzó la televisión en la Argentina. Ese televisor estaba en ese local, donde también se enseñaban distintos oficios. Era un local muy grande, que después se convirtió en una escuela pública, que aún hoy funciona en Rivadavia al 5100. Fueron saqueados ese tipo de locales, como fueron saqueadas también muchas instituciones que estaban al servicio de la sociedad.

Quiero contar algo respecto a ese ensañamiento con lo hecho por el peronismo. Una de las cosas que nos impresionó mucho, en el año 1957, fue la epidemia de poliomielitis, conocida como parálisis infantil, que hizo estragos. Los hospitales, que habían pasado a llamarse policlínicos en el gobierno de Perón, después que cayó el Peronismo los volvieron a llamar hospitales. La razón de denominarlos policlínicos fue para marcar la diferencia con la situación anterior; porque había una mala atención en los hospitales y una de las cosas que el Peronismo hizo fue favorecer mucho la educación pública y también la salud pública. En consecuencia, estos policlínicos tenían los elementos más modernos. Había pulmotores y, como tenían el sello de la Fundación Eva Perón, los destruyeron. Cuando apareció el problema de la poliomielitis murieron muchos chicos, porque habían roto esos pulmotores. Cosas de este tipo ahora se han olvidado, pero lo que cuento, en ese momento, impactó mucho. En la cuadra donde yo vivía hubo dos casos: recuerdo a una chica de entre nueve y diez años -tenía dos hermanos mayores de la edad nuestra- que falleció de poliomielitis, la parálisis infantil como le decíamos en esos años.

Todas las actitudes revanchistas, el odio y la violencia nos impresionaron mucho, especialmente la injusticia de destruir elementos que estaban al servicio de la sociedad nada más que por razones políticas, por llevar un nombre. En lugar de borrar o tapar el nombre, destruyeron los pulmotores e, inútilmente, perdieron la vida muchos niños. Era un odio muy grande. Como hemos visto en algunas marchas recientes, en las que se pudo observar ese mismo odio, bastante irracional, en una parte de la clase media y en la clase alta que actúan casi salvajemente. Con una falta de racionalidad que llama la atención, por lo menos en la clase media, por lo injusta que es con medidas del gobierno que la han favorecido.

A partir del ‘56 comencé a participar de algunas reuniones de Juventud Peronista. No entré por la rama sindical, sino por la política. En esas reuniones conocí a muchísimos jóvenes, algunos mayores, muchos ya fallecidos, con los que desarrollamos una gran amistad. Fui muy amigo de los Unamuno; el mayor, Miguel, era más grande que los demás. La mayoría éramos chicos de Caballito y de Flores. Conocí también a los Vallese y a chicos de Mataderos, como José Luis Nell, Antonucci y Ricardo Beltrán. Algunos de los que nombré han fallecido, pero otros todavía viven. Los Antonucci tuvieron un comercio de artículos para el hogar en la zona Oeste, donde les fue bastante bien. Hacíamos reuniones clandestinas con los más renombrados. Más adelante conocí a Carlitos Caride, a Cacho El Kadri y otros compañeros que también han fallecido, como Roberto Pecci, un gran militante de Juventud Peronista, los hermanos Gustavo y Pocho Rearte, Héctor Julio Spina. Otro que conocí por esa época fue Alberto Brito Lima. Como dije antes, algunos eran mayores que yo. Hubo otros compañeros que los recuerdo por sus sobrenombres, como el Petitero o el Cartero.

También conocí al sobrino de Jauretche, a Ernesto, y a chicas como Lilita Castelacci, que fue otra gran militante. Ella era docente, originaria de la ciudad de Junín, y en su casa de la calle Canning -hoy Scalabrini Ortiz-, cerca de Avenida Santa Fe, nos reuníamos con frecuencia. Ese departamento fue allanado varias veces en las décadas del ’50 y ’60.

Fuimos muy perseguidos; en los diarios prácti camente no se publicaba nada, pero había una feroz persecución hacia el peronismo, con el Decreto 4161 que estableció la proscripción de nuestro movimiento. Pensemos que nosotros, del ‘55 hasta el ‘73 vivimos 18 años proscriptos y en medio de la violencia. Nos formamos en la violencia de la proscripción y en la creencia de que sólo con otra violencia podíamos tomar el gobierno y el poder. Veíamos como algo muy remoto poder llegar al gobierno por elecciones.

En 1956 se produce la revolución del 9 de junio, que influye mucho sobre algunos de nosotros porque participaron militares que eran del barrio. En esa revolución fallida fusilan a un capitán del Ejército, vecino nuestro, en Campo de Mayo. Nosotros, como Juventud Peronista, visitamos bastante a la madre, que vivía en Juan Bautista Alberdi y Riglos, en Caballito. Hubo otro militar, que salvó su vida, Rubén Leopardo se llamaba, también de una familia de la zona, que era sargento 1º o suboficial principal. Estuvo detenido y lo ayudaron bastante sus compañeros de armas para salvarle la vida. Poco después recuperó la libertad.

Mucha gente estuvo detenida por ese hecho. Recuerdo a un hombre que nos adoctrinaba, fabricante de zapatos. Trabajaba por su cuenta en la calle Ambrosetti, donde también arreglaba zapatos . Tendría 36 o 37 años cuando participó activamente en el intento revolucionario y terminó en la cárcel. Me acuerdo de él porque lo ayudábamos todos en el barrio, hacíamos colectas, ya que tenía cinco hijos, de los cuales se murió uno estando el padre pres o. Los más chicos tuvieron sarampión, los dos últimos eran mellizos y uno de ellos falleció, nunca supimos si por la ausencia del padre, que agravó la enfermedad, o por una deficiente atención médica, o por ambas cosas. Este hombre estuvo detenido como dos años, hasta 1958. Creo que los hijos mayores tenían entre 9 y 10 años, los más chicos 5 años. Prácticamente, la madre y los cuatro hijos vivían de la ayuda de la gente del barrio.

En esas situaciones se manifestaba la solidaridad que existía entre los ve cinos, y al ver el sufrimiento cara a cara comprendí que debía participar activamente para cambiar la injusticia imperante. Entendí que el ser peronista significaba ser discriminado por una parte de la sociedad, y esas vivencias fueron decisivas para mí en el proceso de concientización de la necesidad de defender a los más humildes. Porque sentí que no sólo éramos proscriptos políticamente, sino también despreciados por un sector de la sociedad. No vamos a decir por todos, porque hubo gente que no era peronista, pero que también trataba de ayudar; pero eran los menos.

Andaba con esas personas mayores que eran peronistas. Entre ellos, había un compañero de apellido Carballo que fue dirigente textil, muy amigo de Andrés Framini. El hermano fue saxofonista de una de las principales orquestas de jazz, Héctor y su jazz, cuyo líder tenía un hermano que compuso la música para la Marcha Peronista y otras canciones partidarias. Eran muy peronistas y nosotros los escuchábamos con gran respeto por ser mayores. Cuando éramos muy jóvenes, a las personas de más de 30 años, que nos superaban en edad y experiencia, las escuchábamos para aprender y poder participar con más conocimiento de la situación. Tuve la suerte de conocer al compañero Pompeyo Bolio, uno de los mayores, que me ayudó a vincularme con otros compañeros muy valiosos. Teníamos un compañero que había sido nuestro delegado en los Campeonatos Infantiles Evita, cuya hermana estaba casada con un médico de apellido Yrigoyen, hermano de los dos militares de ese apellido que participaron en el golpe de junio de 1956.

Uno era el Coronel Valentín Yrigoyen y el otro el Teniente Coronel José Albino Yrigoyen, que fue uno de los primeros fusilados en Lanús, sin estar decretada la Ley Marcial. José Albino Yrigoyen estaba al frente de Logística y Comunicaciones; y ahí también fusilaron a Dante Lugo y a los hermanos Ross, que eran los jefes civiles de la revolución. Otro que asesinaron fue Miguel Ángel Mauriño, un militante peronista de alrededor de 40 años que vivía por la zona de Avellaneda – Lanús. Había tomado el Automóvil Club Argentino en Avenida del Libertador, de la Ciudad de Buenos Aires, porque tenía la radio más potente que había. Lo mataron a Mauriño ahí, creo que fue el cuerpo de Policía Montada.

Un día me pide un amigo -que tenía como sobrenombre Toddy porque era un muchacho muy delgado y alto, de cerca de un metro noventa- que lo ayude: “Vení esta noche. ¿Querés servir café que hay una reunión? Vienen militares”, me dijo. Enseguida le contesté que sí. Esa noche asistieron los que participarían de la revolución y fue donde conocí al general Juan José Valle. Esto debe haber sido unos 10 o 15 días antes del 9 de junio y tengo palabras grabadas del General Valle. Estaban también el general Tanco, el coronel Calderón y algunos otros militares.

 Valle, en esa reunión, dijo que había caído en una redada policial el hermano de Dante Lugo, Rubén, en una quinta que utilizaban de apoyo logístico, donde se fabricaban bombas. La policía llegó allí, creo que era en Moreno, porque a alguien que estaba fabricando las bombas le explotó una en las manos. Y en la redada habían encontrado planos y otros elementos que habían puesto en alerta a los servicios de inteligencia de los militares. Entonces había que adelantar la fecha de lo que ellos planeaban.

Recuerdo las palabras que dirigió el general Valle a sus camaradas y a los jefes civiles: “Miren, si nosotros pudiésemos contar con un mes o un mes y medio más, esta revolución triunfaría porque tendríamos realmente una infraestructura sólida y muchísimo apoyo de oficiales y suboficiales. Lamentablemente, están alerta ahora, el gobierno dictatorial de Aramburu y Rojas conoce nuestros planes y van a detener a muchos de los nuestros. Creo que esto hay que largarlo ya”.

Puso una fecha: el 9 de junio; dio las explicaciones por las que elegía esa fecha -yo ahora no las recuerdo-, pero en concreto sería la semana siguiente, un día sábado. El 9 de junio fue un sábado a la noche; me acuerdo bien porque peleaba ese día uno de los mejores boxeadores de nuestra historia: Eduardo Knock Out Lausse (apodo obvio por la cantidad de peleas ganadas por KO), que combatía en el Luna Park.

Esa noche ocurrió lo que ya sabemos. Hubo improvisación, hubo fusilamientos antes de la Ley Marcial, y cuando el general Valle se entregó, a pesar de que se le debía garantizar su vida, lo fusilaron en la penitenciaría de Las Heras el 12 de junio.

Esto demostró, por si hacía falta una prueba más, la falta de convicciones democráticas de esa dictadura sangrienta, que se originó en una supuesta lucha contra la “tiranía” y en la presunta defensa de las “libertades civiles”. Los autodenominados “libertadores”, que tiempo atrás habían bombardeado la Plaza de Mayo masacrando civiles inocentes, ahora fusilaron civiles y militares imponiendo un castigo innecesario, que a ellos mismos no se les había aplicado. Fusilaron en Lanús a civiles y militares antes de la Ley Marcial, fusilaron después a un grupo de civiles en José León Suárez, sin juicio, y también fusilaron en Campo de Mayo a varios militares que no habían disparado ni un solo tiro y que se habían entregado. También fusilaron al general Tanco, que resistió hasta la mañana del 9 de junio en el Regimiento 7 de La Plata, y terminaron fusilando al general Valle. Muchos conocen las cartas que dejó Valle para su hija Susana, que impactaron mucho en la Juventud Peronista porque expresaban un extraordinario sentido humano y político de la vida.

A partir de 1957, milité activamente. El 9 de junio de ese año fue la primera movilización masiva en conmemoración de los fusilamientos. Fue un hecho notable. Empezamos convocándonos por el boca a boca, porque no teníamos diarios ni nada. Con papeles y con pintadas, usando carbón en las paredes, nos habremos juntado entre 5 y 10 mil personas en las Avenidas 9 de Julio y Santa Fe.

Nos hicieron reprimir salvajemente, no sólo por la Policía, sino también por los comandos civiles. Nos dispararon personas de civil en Santa Fe y Suipacha, luego en Esmeralda, ya que nuestro objetivo fue marchar hasta el monumento al general San Martín para poner una ofrenda floral en homenaje a los mártires del año anterior. Pero durante todo el recorrido fuimos reprimidos por la Policía Federal y por lo comandos civiles. Hubo numerosas detenciones. Fue una represión muy dura, que no puedo dejar de asociar con lo que ocurrió después del ‘76.

En esa marcha, me encontré por primera vez con algunos dirigentes gremiales con los que tendría después una fuerte ligazón de amistad y militancia. Conocí a Roberto García, que era delegado y luego pasó a ser secretario general del gremio del caucho. Conocí a un grupo de compañeros que después ganaron el gremio de los telefónicos, un sindicato que tenía mucha inserción en el barrio de Caballito. Tenía allí los dos lugares con mayor número de trabajadores telefónicos: en la calle Acoyte, antes de Díaz Vélez, y la actual Felipe Vallese, y en Hidalgo, donde estaban todos los talleres y almacenes. Ahí conocí a quien fue después su secretario general, que participó también del 9 de junio del 56. En esos años conocí a Díaz, a Agustín Cuello, a Manolo Blanco, a Jorge Ribot, a Italo Papandrea, todos del gremio telefónico. Además de este gremio, tuve mucha vinculación con los textiles.

Fue en el año ’58, en la primera elección libre que hubo en el gremio telefónico, que ganó la lista peronista encabezada por el compañero Juan José Jonch, al que conocía bastante, lo mismo que a sus hermanos que también militaban. Uno de ellos militó varios años conmigo; con él, tiempo después, compartimos cárcel y fuimos torturados en la época del Plan Conintes, con picana eléctrica. Empecé en lo que fue una Juventud Peronista incipiente; teníamos muchas ideas, pero éramos muy improvisados. Nos gustaba ir al frente, pero así también sufríamos represiones duras, porque nos faltaba aprender a defendernos en la calle, instruirnos sobre tácticas de combate callejero, entender algunas cosas que planteaba Perón, a armarnos para una guerra de guerrillas, como se decía en esa época.

Perón solía decir: Donde está el enemigo todo, donde no está el enemigo nada. Esto lo fuimos comprendiendo duramente, y al inicio de la década del ‘60 ya empezamos a organizarnos de otra manera.

Toda mi militancia fue en la Juventud Peronista, pero ocurría que los únicos que nos ayudaban eran los sindicatos. Es decir, al estar prohibida la actividad política, el desarrollo nuestro fue a través de los sindicatos.

De allí que ayudábamos mucho a los dirigentes peronistas de los gremios. En esa época colaborábamos con distintos dirigentes, como Rachini de Aguas Gaseosas, Avelino Fernández y Rosendo García, que eran nuestros ídolos, de la Unión Obrera Metalúrgica, Jorge Di Pascuale, líder en Farmacia, y Andrés Framini, de la Asociación Obrera Textil.

Todos los dirigentes que fuimos conociendo nos dejaron una enseñanza. Además, nos dieron apoyatura para comprar libros, para aprender cosas que nos faltaba saber, para defendernos ante las proscripciones y detenciones.

Fueron muy pocos, contados con los dedos de una mano, los abogados que nos defendían. Cuando nos blanqueaban en las detenciones, ya nos habían golpeado y torturado. Recuerdo siempre un episodio en la década del ’60, cuando nos trasladaron a una cárcel. Estábamos muy golpeados y los médicos que nos recibieron, a las 3 o 4 de la mañana, nos preguntaron si nos habían golpeado y les mostramos todas las marcas en el cuerpo. Entonces el médico nos dijo: “Miren, a esto estamos acostumbrados. Yo les quiero decir lo siguiente: acá en la cárcel no los va a tocar más nadie. Si ustedes declaran esto –lo de las torturas-, seguro que los van a llevar de vuelta y no me responsabilizo de que no los vuelvan a golpear. Hagan lo que quieran…”. Con lo cual, dejamos de denunciar las torturas para que nos blanquearan, y en la cárcel sabíamos que ya no nos iban a volver a golpear, por lo menos brutalmente, o torturar con picana, como lo habían hecho antes.

Aunque existían distintos sectores, éramos muy unidos. Cada 6 meses elegíamos a algún compañero como referente. Todos fuimos jefes de un grupo de la Juventud Peronista en algún momento. Los primeros que recuerdo fueron aquellos que respondían al Pocho Rearte. Después apareció el Comando de Organización, conducido por Brito Lima, que era un grupo más de choque. Nosotros luchábamos, nos organizábamos para pelear contra la Policía, más como defensa que como ataque, pero el C. de O. era un grupo mucho más violento, que después se fue volcando hacia la derecha.

Lo que nos unía a todos los sectores era el gran respeto al peronismo y a Perón. En la década del ’60 comenzamos a tener contactos con varios chicos jóvenes que venían de la izquierda. Muchos de ellos se estaban desvinculando del Partido Socialista Independiente (un viejo desprendimiento del Partido Socialista); algunos otros pertenecían a la Federación Juvenil Comunista. Se mostraban dispuestos a debatir con nosotros, pero a veces discutíamos con tanta vehemencia que terminábamos a las trompadas.

Toda esa década, muy especialmente hasta 1965, empezamos a conocernos e interactuar entre los distintos grupos de juventud, fueran peronistas o de izquierda. Me acuerdo de un compañero del barrio cuyo padre era dentista – tenía el consultorio en Espinosa y Neuquén- muy bueno en su profesión pero antiperonista. El hijo mayor, ese compañero del que hablo, más grande que nosotros, fue vicepresidente de Ferro varios años, y su hermano menor fue uno de los desaparecidos de la década del 70. En el momento de su desaparición ya era un muchacho de 30 o 30 y pico de años. El hermano mayor pertenecía al Partido Socialista, luego militó en el Partido Socialista Independiente, desde donde se vinculó al peronismo y empezó a compartir nuestras reuniones.

Aunque al principio, como dije antes, muchas veces terminábamos a los golpes, a la larga logramos construir una relación de mutuo respeto. Nos fuimos dando cuenta de que, en definitiva, el sistema nos perseguía y reprimía a todos. Y entonces nos planteamos buscar las coincidencias, en lugar de 15 pelear por las diferencias. Ellos intentaron comprender a Perón, vieron cómo nos perseguían a él y a los peronistas, además de percibir lo que nosotros constantemente les decíamos: que los trabajadores eran mayoritariamente peronistas porque se sentían representados.

Tengo algunas historias sobre estos compañeros provenientes de la izquierda, mayormente universitarios, que terminaron sus carreras y se recibieron de médicos, de ingenieros, luego de hacer su experiencia en la militancia política. Hijos de familias de clase media casi todos ellos, puedo citar el caso de alguien que actualmente vive en España, que fue jefe de los servicios médicos de nuestro sindicato en la década del ‘70, el Dr. Ricardo Saiegh, hermano de Miguel Saiegh, otro militante universitario que terminó en el peronismo. Ricardo, que venía de la “Fede” (Federación Juvenil Comunista), nos contó una anécdota ilustrativa de la experiencia que hicieron estos compañeros. Cuando se recibió de médico, le dijeron que había que ir a trabajar a las fábricas para aprender lo que era ser un obrero. Y él se fue a trabajar a una fábrica metalúrgica, creo que era Volcán. Los primeros tiempos anduvo bien, porque era un pibe joven, nuevito, y los mayores lo apañaban. Pero a los 5 o 6 meses sus compañeros empezaron a recelar porque se notaba que tenía una preparación que no se correspondía con la de un obrero común. Esto se puso más en evidencia en un par de oportunidades en que se enfermó algún trabajador y Ricardo, que era médico sanitarista, amén de que también se recibió de psicólogo, sugirió tratamiento y medicación. Entonces los compañeros lo empezaron a ralear diciéndole: “¿Vos qué hacés acá? Vos no sos peronista. Vos estás infiltrado”. No tuvo más remedio que contarles la verdad y ellos aceptaron sus explicaciones con estas palabras: “Bueno, pero tenés que respetarnos”. Y él les contestó: “Está bien, sí, ustedes se dieron cuenta y los respeto. Por eso voy a seguir con mi profesión y a defenderlos lo mismo”. Dejó la fábrica llevándose una enseñanza: mientras trató de mimetizarse con los trabajadores, que no sabían quién era pero se dieron cuenta de que no era un tipo de su misma clase, le perdieron la confianza; al sincerarse, quedó claro que no era igual que ellos, pero se ganó su respeto. Otros compañeros me contaron anécdotas similares y la conclusión que saqué es que ahí empezaron a comprender a la clase trabajadora y pude entender por qué ellos llegaron a tener tanto respeto por el peronismo.

Una gran parte de los militantes eran estudiantes universitarios. En la universidad se producía un cambio profundo, porque la gran discusión en los sectores de izquierda se planteó en estos términos: “Nosotros defendemos a los trabajadores, pero los trabajadores no están con nosotros, los trabajadores son peronistas”. Entonces se replantearon sus posturas y las modificaron. Varios de estos compañeros, que después perdieron la vida en la década del ‘70, me contaron que en sus viajes a Cuba para practicar instrucción militar, tuvieron algunas reuniones con Fidel Castro, y que el líder de la revolución cubana, un poco en el estilo de Perón, haciéndose el distraído, pero con la sapiencia que tenía, les dijo: “¿Dónde es que van ustedes, a la Argentina? En la Argentina la clase obrera sigue mucho al general Perón, habría que ver por qué pasa esto!” Esas reflexiones de Fidel Castro fueron también una advertencia de que había cosas para cambiar. En este sentido, tengo siempre presentes a dos personas que murieron en la lucha armada, que fueron jefes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), hablo de Marcos Osatinsky y de Roberto Quieto. Nunca me voy a olvidar de ellos. Y a los recuerdos imborrables quiero agregar al poeta Francisco Paco Urondo. Fueron los tres compañeros que me impresionaron mucho porque, viniendo de familias de clase media, media alta, muy gorilas, admitieron sus equivocaciones y tuvieron un gran reconocimiento del peronismo.

Todos los sectores de la Juventud Peronista hicimos nuestro aprendizaje organizativo desde la resistencia y la proscripción. La lucha nos hizo confluir en algún momento a los que veníamos del peronismo con otros compañeros de la vertiente del nacionalismo, en especial de Tacuara. Habíamos llegado a una conclusión, producto de la necesidad: teníamos que buscar algunos datos para dar un golpe importante, porque nos faltaba dinero para comprar armas, para adquirir alguna imprenta chica que nos permitiera editar un boletín de prensa, en definitiva, perfeccionar nuestra organización para la lucha. Si bien algunos documentos nos imprimían en sindicatos amigos, no era lo mismo. Queríamos crecer. Ese fue el incentivo para reunirnos con gente nacionalista. Así conocí a Joe Baxter, a José Luis Nell, al hermano más chico -que ya lo nombré antes-, al Vasquito Unamuno, a quien después, lamentablemente, lo perdimos por una leucemia galopante; cuando murió, tenía alrededor de 30 años.

También nos reuníamos con muchos chicos que eran de la Juventud Peronista de Flores y de Caballito. Ahí lo conocí, como conté antes, a Felipe Vallese, después al hermano, Italo y a otros compañeros. Otro de los participantes de estas reuniones fue Dardo Cabo, con el cual planteamos algunos objetivos en común.

Nos juntábamos en sindicatos, como el de empleados de tabaco, que en aquel tiempo nos brindaba cobertura. El secretario general era José Francisco Lanzilotti, un compañero muy peronista. La sede del gremio estaba –como aún sigue estando- en Flores, en la calle Bolivia. Allí se hicieron los preparativos para llevar a cabo esa operación.

Teníamos el dato de que se pagaba en el Policlínico Bancario, en algún día del mes, una suma muy importante de dinero. Pero, llegado el momento, hubo una división entre nosotros y un grupo no participó; sabíamos de todo pero no participamos. De los que sí participaron, uno de los cabecillas fue José Luis Nell, junto a un grupo de compañeros del Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT). José Luis después cayó preso, pero más tarde escapó de la Argentina. Vivió en Uruguay, se integró a Tupamaros, y estuvo preso en Punta Carretas. Al tiempo volvió a la Argentina, se unió a Montoneros y participó de la movilización que se hizo el día que volvió Perón definitivamente al país, el 20 de junio del 73. Fue uno de los baleados por la derecha peronista. Recibió un tiro en la columna vertebral y quedó paralítico; no lo soportó y a los pocos meses -no recuerdo bien, pero menos de un año después- se suicidó pegándose un tiro en las vías del ferrocarril San Martín.

Él fue un poco el responsable del operativo –del que yo fui uno de los que no participó-, el número uno en la toma del Policlínico. Luego del golpe, no sabían dónde guardar la plata. Los buscaba el país porque hubo, desgraciadamente, muertes. Uno de los participantes de la operación disparó y mató a un trabajador. Eso llevó a una gran redada por todos lados. Los títulos en los diarios repiqueteaban sobre este hecho.

Los compañeros estaban con el dinero, tratando de esconderlo. Tuvieron la ayuda de algunos dirigentes sindicales para ocultarlo. Lo escondieron en un sindicato, pero el Secretario General de ese gremio no sabía nada. El día que le contamos a ese compañero, porque era un amigo, que el dinero estaba ahí adentro, mientras lo buscaba todo el mundo, se descompuso. “Esto es una barbaridad”, repetía sin cesar, porque no podía creer que estaba adentro de la sede gremial. Nos pidió que habláramos con los responsables para sacarlo de ahí, y en 24 horas los compañeros lo llevaron a otro lugar.

Eran peripecias que surgían por la poca ayuda que conseguíamos en esa época, en el contexto del aprendizaje que hacíamos para organizarnos en la clandestinidad, porque la proscripción del peronismo continuaba. Perón trató de regresar al país en el ’64; le habían asegurado que no iba a tener ningún inconveniente, pero el origen esencialmente antidemocrático de un gobierno elegido por menos del 24 por ciento de los votos, como fue el de Illia, terminó pidiéndole a la dictadura del Brasil que no dejara seguir viaje al avión en que venía Perón.

Ese episodio hizo que se les pasara factura a algunos dirigentes sindicales. Quizás el principal destinatario de esas facturas fue Augusto Timoteo Vandor, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica. A partir de allí comenzó otra historia en el peronismo. Se produjo una división profunda, incluso dentro del gremialismo, porque se empezaba a vislumbrar, por los contactos de Vandor y otros dirigentes de su entorno con militares y políticos, que podía pergeñarse un peronismo sin Perón. Y muchos compañeros estábamos decididos a enfrentar ese proyecto, en nombre de los deseos de la mayoría del pueblo – que teníamos la convicción de que pensaba como nosotros- que anhelaba el retorno de Perón y luchaba para lograrlo.

La división en el movimiento obrero se dio por el desplazamiento de algunos dirigentes que se olvidaron de su clase y de los intereses por los cuales fueron elegidos por los trabajadores, ya que luego terminaron muchas veces enamorándose de los militares de turno. Recibían favores de esos militares; a partir de lo cual se hacía mucho más complejo para ellos sustentar una posición a favor del trabajador. Pero siempre terminó imponiéndose la mayoría del movimiento obrero y la clase trabajadora sobre aquellos que traicionaron su misión. Y, encima, a muchos de esos dirigentes colaboracionistas los mismos militares en el ‘76, después de que los habían dejado enriquecerse, los secuestraron y les sacaron su dinero.[1]


[1] DIGÓN, Roberto. Testimonio. Entrevistado por Fabián D’Antonio en 2014. Editado por Carlos F. Holubica.  Disponible en : www.relatsargentina.com/documentos/RA.1-TEST/RELATS.TEST.Digonfinal.pdf