El golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955 tuvo un antecedente importante en el intento que protagonizara el general de brigada Benjamín Menéndez, el 28 de septiembre de 1951. En aquella oportunidad el levantamiento fue rápidamente sofocado y las penas impuestas a los insurrectos permitieron suponer que, en adición a otras medidas depuradoras, la fidelidad de las fuerzas armadas al orden constitucional quedaba garantizada.
En 1955, al calor de los enfrentamientos del gobierno con la oposición, las conspiraciones volvieron a estar a la orden del día. El malestar creció en paralelo al conflicto con la Iglesia y continuó luego del bombardeo a la Plaza de Mayo materializado el 16 de junio. Esa misma noche, luego de un discurso en el que Perón prometía justicia, grupos peronistas se lanzaron a incendiar templos. En lo sucesivo el gobierno intentó llevar adelante una “tregua” política renovando su gabinete y las autoridades partidarias, a la vez que abrió espacios gratuitos para la expresión de la oposición.
Oscar Albrieu, nuevo responsable de la cartera de Interior, y el general Franklin Lucero, ministro del Ejercito, mantuvieron contactos con dirigentes políticos y miembros de la jerarquía eclesiástica, y trabajaron sobre los mandos militares a efectos de favorecer la posibilidad de una pacificación nacional.
El 15 de julio el jefe de estado anunció el fin de la revolución peronista y anunciaba que pasaba a considerarse “el presidente de todos los argentinos” y a fines del mismo mes Arturo Frondizi, líder de la principal fuerza de oposición, pudo usar los espacios de expresión cedidos en la estatal Radio Belgrano.
Mientras, el gobierno debió enfrentar las acusaciones por la desaparición y tortura a manos de la policía rosarina del médico de origen comunista Juan Ingalinella. El acontecimiento, ocurrido en el contexto que siguió al 16 de junio, parece haber alentado a grupos compuestos en su mayoría por jóvenes universitarios antiperonistas a la realización de atentados con bombas.
La política de pacificación solo fue interrumpida parcialmente en la noche del 31 de agosto de 1955, cuando Perón pronunció el más violento de sus alegatos públicos –el célebre discurso del “cinco por uno”.
Los días que vendrían pusieron en evidencia que las demostraciones de apoyo popularperdían efectividad política y que tanto las amenazas como las promesas se devaluaban ante opositores que no estaban dispuestos a dejar de ser enemigos.
La Marina –la más antiperonista de las fuerzas– buscó el apoyo del general Aramburu− a la sazón director de la Escuela de Defensa− a los efectos de conseguir una base terrestre para un movimiento militar, pero éste desistió de encabezarlo y propuso posponerlo para el año siguiente, ya queno encontraba posibilidades de éxito.
Los preparativos golpistas habían continuado, pues, desde la misma noche en que el país se había consternado por las consecuencias de ese otro intento golpista que derivó en el siniestro bombardeo a la Plaza de Mayo.
Alrededor de jefes navales como el capitán de navío Arturo Rial e Isaac Rojas, quien hasta entonces y como aquel tampoco había intervenido, comprometió y procuró mantener en el más absoluto secreto su participación en el próximo intento.
Paralelamente se desarrollaron otras conspiraciones en el seno del ejército, una fuerza mas dispersa territorialmente y de mayor afinidad con el gobierno. Muchos jefes militares mantuvieron contactos con los dirigentes políticos opositores menos sensibles a la política de pacificación y sobre el filo del golpe emergieron en distintos puntos del país los celebres “comandos civiles revolucionarios”, algunos de cuyos integrantes desde tiempo atrás venían realizando actividades terroristas.
Finalmente, el 16 de setiembre el general retirado Eduardo Lonardi asumió la jefatura del movimiento, y terminó triunfando en una relación de fuerzas que, hasta la participación efectiva de la Marina y la deserción de varias unidades leales, estaba lejos de favorecer a los rebeldes.
La decisión del Lonardi, quien logró sublevar la Escuela de Artillería de Córdoba, fue determinante. La participación de la Marina de Guerra en operaciones al mando del Almirante Isaac Rojas terminó de quebrar las lealtades militares en detrimento de un gobierno jaqueado.
La lucha fue cruenta, y por segunda vez en poco tiempo las victimas dejaron de tener nombre y apellido, porque superaron holgadamente el centenar.
Las prevenciones de unos y otros, no obstante, habían sido aún peores, al punto de que antes del desenlace el fantasma de una “guerra civil” apareció entre los responsables de gobierno. Luego de que la armada amenazara bombardear la destilería de La Plata y los tanques del Dock Sud –acababa de incendiar los depósitos de combustible de Mar del Plata-, la resistencia de las tropas leales fue aminorando.
El 19 de setiembre el presidente presentó al ministro Lucero un manuscrito que pasado el mediodía fue leído por radio. La nota habilitaba al ejército a negociar una tregua con los sublevados, pero no constituía la renuncia formal que Lonardi reclamaba desde Córdoba.
La Junta Militar designada al efecto de tramitar la situación recibió duras presiones de sus pares insurrectos al punto de que, de hecho, fue considerada como tal. Perón, quien ya había insinuado cierto cansancio ante las autoridades del partido y de la CGT y que estaba acostumbrado a que “el pueblo” ratificara su liderazgo, había sido nuevamente ambiguo ahora ante el ejército, pero nunca hubo una renuncia institucional.
El 20 de septiembre se refugió en la embajada de Paraguay, desde donde emprendió el exilio en una cañonera de la misma nacionalidad. Tres días después, Lonardi asumió en Buenos Aires la presidencia provisional de la Nación e insistió con el lema “ni vencedores ni vencidos”, una fórmula que había usado para imponerse militarmente en Córdoba.
El suyo sería, en rigor, un breve interinato definido por la impronta del nacionalismo católico y una moderación frente a los derrotados que solo fue tal en contraste con lo que estaba por venir.
En noviembre de 1955, el general Pedro Eugenio Aramburu, merced a un golpe palaciego en el que nuevamente la Marina tuvo un papel muy significativo y que fue apoyado por la dirigencia de los principales partidos políticos no peronistas, lo reemplazó para dar paso a un período de fuerte represión antiperonista.
De manera inmediata se intervino la CGT y se disolvieron los partidos peronistas masculino y femenino; además de dictarse una serie de medidas que en consistencia con las mencionadas estaban destinadas a “suprimir todo vestigio de totalitarismo” en la opinión pública y la política argentina.La “Revolución libertadora”, pues, había comenzado.
Referencias:
Godio, Julio. La caída de Perón. De junio a setiembre de 1955. BuenosAires, Granica, 1973.
Lucero, Franklin. El precio de la Lealtad. BuenosAires, Propulsión, 1959.
Luna, Félix. Perón y su tiempo. “El Régimen exhausto, 1953-1955”. Sudamericana, Buenos Aires, 1986. T. III.
Melon Pirro, Julio. «Vencedores y vencidos. La caída del peronismo en 1955”, en Joan del Alcázar y Nuria Tabanera (coords.), Estudios y materiales para la historia de América Latina, Tirant lo Blanch Libros/Universidad de Valencia, Valencia, 1998.
Perón, Juan D. Del poder al exilio, cómo y quiénes me derrocaron. s/d, s/d.
Ruiz Moreno,Isidoro.La Revolución del 55. Buenos Aires, Emecé, 1994.2 volúmenes.
Julio Melon Pirro